A Relax Place
Como un amigo me sugirió que hablara de edificios emblemáticos de México, después de mucho pensar de cual hablar llegué a la conclusión de que debía empezar por el principio y me refiero a empezar por tratar de entender y explicar cómo fue la construida esta gran ciudad y eso fue debido a que alguien había puesto los cimientos de la misma, la Gran Tenochtitlán.
Como existe muy poca evidencia física cómo las ruinas del Templo Mayor y piezas de edificios debajo de la Catedral de la Ciudad de México, el resto fue usado para construir la misma Catedral, y los edificios a la periferia como la casa de Cortés y otros.
Así que con tan poco por poder ver, me puse a leer las referencias de los orígenes y he aquí lo que creo es una de las mejores referencias de las que pude obtener:
Hernán Cortés encabezó la conquista del imperio mexica. Entre 1519 y 1526 escribió a Carlos V, rey de España, cinco cartas conocidas como Cartas de Relación. La Segunda carta, fechada el 30 de octubre de 1520, describe el trayecto desde Veracruz, el acuerdo con los tlaxcaltecas, la llegada a Tenochtitlan, el encuentro con Moctezuma y la derrota de sus tropas, conocida como la “Noche triste”.
Este fragmento contiene su descripción de México-Tenochtitlan y, junto con las de otros peninsulares, es una de las piedras angulares de la construcción de un imaginario sobre el “Nuevo mundo”.
Esta gran ciudad de Temixtitan está fundada en esta laguna salada, y desde la tierra firme hasta el cuerpo de la dicha ciudad, por cualquiera parte que quisieren entrar a ella, hay dos leguas (~10 Km). Tienen cuatro entradas, todas de calzada hecha a mano, tan ancha como dos lanzas jinetas (~10 m). Es tan grande la ciudad como Sevilla y Córdoba. Son las calles de ella, digo las principales, muy anchas y muy derechas, y algunas de éstas y todas las demás son la mitad de tierra y por la otra mitad es agua, por la cual andan en sus canoas, y todas las calles de trecho a trecho están abiertas por donde atraviesa el agua de las unas a las otras, y en todas estas aberturas, que algunas son muy anchas hay sus puentes de muy anchas y muy grandes vigas, juntas y recias y bien labradas, y tales, que por muchas de ellas pueden pasar diez de a caballo juntos a la par. (…)
Hay en esta gran ciudad muchas mezquitas o casas de sus ídolos de muy hermosos edificios, por las colaciones y barrios de ella, y en las principales de ella hay personas religiosas de su secta, que residen continuamente en ellas, (…) hay una que es la principal (el Templo Mayor), que no hay lengua humana que sepa explicar la grandeza y particularidades de ella, porque es tan grande que dentro del circuito de ella, que es todo cercado de muro muy alto, se podía muy bien hacer una villa de quinientos vecinos; tiene dentro de este circuito, todo a la redonda, muy gentiles aposentos en que hay muy grande salas y corredores donde se aposentan los religiosos que allí están. Hay bien cuarenta torres muy altas y bien obradas, que la mayor tienen cincuenta escalones para subir al cuerpo de la torre; la más principal es más alta que la torre de la iglesia mayor de Sevilla
(...) Hay en esta gran ciudad muchas casas muy buenas y muy grandes, y la causa de haber tantas casas principales es que todos los señores de la tierra, vasallos del dicho Mutezuma, tienen sus casas en la dicha ciudad y residen en ella cierto tiempo del año, y demás de esto hay en ella muchos ciudadanos ricos que tienen así mismo muy buenas casas. Todos ellos, demás de tener muy grandes y buenos aposentamientos, tienen muy gentiles vergeles de flores de diversas maneras, así en los aposentamientos altos como bajos. Por la una calzada que a esta gran ciudad entra vienen dos caños de argamasa, tan anchos como dos pasos cada uno, y tan altos como un estado, y por el uno de ellos viene un golpe de agua dulce muy buena, del gordor de un cuerpo de hombre, que va a dar al cuerpo de la ciudad, de que se sirven y beben todos. El otro, que va vacío, es para cuando quieren limpiar el otro caño, porque echan por allí el agua en tanto que se limpia (…).
Traen a vender el agua por canoas por todas las calles, y la manera de como la toman del caño es que llegan las canoas debajo de los puentes, por donde están las canales, y de allí hay hombre en lo alto que hinchen las canoas, y les pagan por ello su trabajo. En todas las entradas de la ciudad, y en las partes donde descargan las canoas, que es donde viene la más cantidad de los mantenimientos que entran en la ciudad, hay chozas hechas donde están personas por guardas y que reciben “certum quid” (del Latín “lo que es seguro”) de cada cosa que entra. Esto no sé si lo lleva el señor o si es propio para la ciudad, porque hasta ahora no lo he alcanzado; pero creo que para el señor, porque en otros mercados de otras provincias se ha visto coger aquel derecho para el señor de ellas. Hay en todos los mercados y lugares públicos de la dicha ciudad, todos los días, muchas personas, trabajadores y maestros de todos oficios, esperando quien los alquile por sus jornales.
La gente de esta ciudad es de más manera y primor en su vestir y servicio que no la otra de estas otras provincias y ciudades, porque como allí estaba siempre este señor Mutezuma, y todos los señores sus vasallos ocurrían siempre a la ciudad, había en ella más manera y policía en todas las cosas. (…) no quiero decir más sino que en su servicio y trato de la gente de ella hay la manera casi de vivir que en España; y con tanto concierto y orden como allá, y que considerando esta gente ser bárbara y tan apartada del conocimiento de Dios y de la comunicación de otras naciones de razón, es cosa admirable ver la que tienen en todas las cosas...
La otra referencia es menos ortodoxa, sin embargo, es una de las más fidedigna explicaciones que he leído por un extranjero y novelista el autor de la novela de Azteca, Gary Jennings, independientemente que la novela trata de un muchacho mexica llamado Mixtli que a lo largo de su vida se convierte Pochteca (comerciante) y narra su historia antes, durante y después de la conquista, pero hay un pasaje en el que describe cuando era niño y su padre lo lleva por primera vez a la gran Tenochtitlan, este pasaje es muy hermoso porque narra de una manera muy coloquial lo que este niño va viendo a su llegada a esa gran ciudad
Todos nuestros lagos tenían un tráfico constante de canoas, yendo y viniendo en todas direcciones, como hordas de insectos tejedores. La mayoría de ellas eran los acaltin pequeños, para uno o dos hombres, de los pescadores y cazadores de aves, hechos de un solo tronco de árbol vaciado por dentro y con la forma de una vaina de ejote. Sin embargo había otros que alcanzaban hasta el tamaño de las gigantescas canoas de guerra para sesenta hombres y nuestro acali de carga consistía en ocho botes casi de ese tamaño, unidos por las regalas. Nuestro cargamento de paneles de piedra tallados había sido apilado cuidadosamente dentro del lanchón, cada piedra envuelta en pesadas esterillas de fibra para su protección.
Con tal carga a bordo en una nave tan difícil de gobernar, era lógico que avanzáramos muy despacio, a pesar de los veinte hombres, entre ellos mi padre, que estaban remando o empujando con varas gruesas en donde el agua no era profunda. Debido a que la ruta no era recta — al sudoeste por el lago de Xaltocan, al sur dentro del lago de Texcoco y desde ahí al sudoeste otra vez hasta la ciudad — teníamos que cubrir algo así como siete distancias que llamábamos a cada una «una carrera larga», una de las cuales vendría a ser aproximadamente el equivalente a lo que ustedes los españoles llaman «una legua». Como quien dice, siete leguas de camino y nuestro gran lanchón casi nunca avanzaban más rápido de lo que un hombre podría caminar.
Dejamos la isla de Xaltocan mucho antes del mediodía, pero estaba bien entrada la noche cuando llegamos al muelle de Tenochtitlán.
Por un tiempo, el paisaje no era nada fuera de lo común, el mismo lago rojizo que yo conocía tan bien. Luego, conforme nos deslizábamos sobre el estrecho del sur, la tierra nos encerró por los dos lados y el agua fue perdiendo color gradualmente hasta adquirir un tono parduzco cuando emergimos al vasto lago de Texcoco. Éste se extendía tan lejos hacia el este y hacia el sur que la tierra de más allá no era más que una mancha oscura y dentada en el horizonte.
Nos movimos hacia el suroeste durante un tiempo, pero Tonatiuh, el sol, se cubría lentamente en el resplandor de su vestido de dormir en el momento en que nuestros remeros retrocedían en el agua para poder llevar nuestro desmañado lanchón hacia el Gran Dique y detenerse. Esta barrera es una doble palizada de troncos de árboles clavados dentro del fondo del lago, el espacio entre las hileras paralelas de leños está sólidamente relleno con tierra y roca. Tiene como propósito el evitar que las ondas del lago, agitadas por el viento del oriente, inunden la isla–ciudad. El Gran Dique tiene pesados portalones insertados en intervalos con objeto de permitir el paso a los barcos y los hombres que trabajan en El Dique dejan esos portalones abiertos casi todo el tiempo. Por supuesto que el tráfico del lago que se dirigía hacia la capital era considerable y por ese motivo nuestro lanchón tuvo que esperar en línea, por un tiempo antes de poder pasar los portones.
Al mismo tiempo, Tonatiuh tiró los oscuros cobertores de la noche sobre su cama y el cielo se tornó púrpura. Las montañas al oeste, directamente enfrente de nosotros, se vieron de pronto como si sus perfiles hubieran sido cortados en papel negro, perdiéndose sus dimensiones. Sobre ellas, hubo un centelleo tímido y luego una chispa valiente de luz: Flor del Atardecer, la estrella vespertina, llegó una vez más, asegurándonos que ésta era solamente una de tantas noches, no la última y eterna.
« ¡Abre bien los ojos ahora, hijo Mixtli! », gritó mi padre desde su lugar en los remos.
Como si Flor del Atardecer hubiera dado una señal, una segunda luz apareció, ésta a un nivel muy por debajo de la línea dentada de las negras montañas.
Entonces llegó otro punto de luz, y otro y otros veinte de veinte más. Así vi Tenochtitlán por primera vez en mi vida: no como una ciudad de torres de piedra, de ricos en maderados y pinturas brillantes, sino como una ciudad de luz. Según se iban encendiendo las lámparas, linternas, velas y antorchas, por las aberturas de las ventanas, en las calles, a lo largo de los canales, en las terrazas, cornisas y tejados de los edificios, los puntitos separados de luz se hicieron grupos, los grupos se mezclaron para formar líneas de luz y las líneas de luz dibujaron los contornos de la ciudad.
Los edificios en sí, desde esa distancia, estaban oscuros y sus contornos borrosos, pero las luces, ¡ay yo, las luces! Amarillas, blancas, rojas, jácinth, en todos los colores variados del fuego y aquí y allá una verde o azul, en donde el fuego del altar de algún templo había sido rociado con sal o con filigranas de cobre. Cada uno de esos grupitos y bandas de luz como cuentas relucientes, brillaban dos veces pues cada una tenía su reflejo brillante en el lago. Aun las calzadas elevadas y empedradas que saltan entre la isla y tierra firme, aun éstas, portaban linternas en palos a intervalos en toda su extensión, a través del agua. Desde nuestro acali podía ver solamente las dos calzadas que salían de la ciudad hacia el norte y hacia el sur, pero cada una parecía ser una brillante y delgada cadena de joyas a través del cuello de la noche, un espléndido pendiente de brillante joyería en el seno de la noche.
«Mexico–Tenochtitlan, Cem–Anáhuac Tlali Yoloco —murmuró mi padre—.
Es realmente El Corazón y el Centro del Único Mundo.» Yo había estado tan transportado por el encanto, que no me había dado cuenta de que él estaba a mi lado.
«Mira todo lo que puedas, hijo Mixtli. Tú puedes ver esta maravilla y muchas otras más de una vez, pero siempre y por siempre habrá sólo una primera vez.»
Sin parpadear o mover los ojos del esplendor al que nos acercábamos con demasiada lentitud, me recosté sobre una esterilla de fibra y miré y miré hasta que, me avergüenza decirlo, mis párpados se cerraron por sí solos y me quedé dormido. No tengo ni una noción en mi memoria del ruido considerable, de la conmoción y del bullicio que debió de producirse cuando desembarcamos, ni recuerdo cuando mi padre me cargó hasta una cercana posada para barqueros, donde pasamos la noche.
Desperté en un jergón en el piso de un cuarto común, donde mi padre y otros pocos hombres más, estaban todavía acostados roncando en sus jergones. Al darme cuenta de que estábamos en una posada y de dónde estaba la posada, brinqué para asomarme por la abertura de la ventana, y por un momento me sentí mareado al ver la altura sobre el empedrado. Era la primera vez que estaba dentro de un edificio que estaba encima de otro. Yo pensé que era así hasta que mi padre me enseñó más tarde, desde afuera, que nuestro cuarto estaba en el piso superior de la posada.
Dirigí mis ojos hacia la ciudad que estaba más allá de la zona de los muelles.
Brillaba, pulsaba, resplandecía de blanco a la luz temprana del sol. Eso hizo que me sintiera orgulloso de mi isla natal, porque los edificios que no habían sido construidos con la blanca piedra caliza estaban aplanados con el yeso blanco, y yo sabía que la mayor parte de aquel material llegaba de Xaltocan.
Aunque los edificios estaban adornados con frescos, franjas y paneles con pinturas de vividos colores y mosaicos, el efecto dominante era el de una ciudad tan blanca que casi parecía plateada y tan resplandeciente que casi lastimaba mis ojos.
En esos momentos, las luces de la noche anterior ya estaban totalmente extinguidas y sólo desde alguna parte el fuego quieto de un templo enviaba una cinta de humo hacia el cielo. Entonces vi una nueva maravilla: en la cumbre de cada azotea, de cada templo, de cada palacio de la ciudad, de cada una de las partes más sobresalientemente altas, se proyectaba un asta y en cada una flotaba un estandarte. Éstos no eran cuadrados, triangulares o rectangulares como las insignias de batalla; eran mucho más —largos y anchos. Totalmente blancos excepto por la insignia de colores que portaban. Algunas de éstas las pude reconocer, como la de la ciudad, la del Venerado Orador Axayácatl, las de algunos dioses; pero otras no me eran familiares, deberían de ser las insignias de los nobles locales y de los dioses particulares de la ciudad.
Las banderas de sus hombres blancos son siempre pedazos de tela, muy a menudo con blasones muy elaborados, pero que no dejan de ser simples hilachos que cuelgan flojamente de sus astas, o tremolan y chasquean al viento como la ropa lavada por una mujer rústica y tendida a secar sobre las espinas de los cactos.
Por contraste, estas banderolas increíblemente largas de Tenochtitlán estaban entretejidas con plumas, plumas a las que se les habían quitado los cañones y solamente se había utilizado para el tejido la parte más suave de ellas. No estaban ni pintadas ni teñidas. Las banderas estaban tejidas intrincadamente con plumas de colores naturales: de garzas blancas para la parte del fondo de las banderas, y para los diseños de las insignias los variados tonos de rojo de las guacamayas, cardenales y papagayos, los diversos azules de los grajos y las garzas, los amarillos de los tucanes y de las tangaras. Ayyo, ustedes oyen la verdad, beso la tierra, habían allí todos los colores e iridiscencias que solamente se pueden encontrar en la naturaleza viva y no en las mezclas de pinturas que hacen los hombres.
Lo más maravilloso era que estas banderolas no se combaban ni aleteaban, sino que flotaban. No soplaba el viento esa mañana, solamente el movimiento de la gente en las calles y de los acaltin en los canales hacían la suficiente corriente de aire como para sostener esos pendones tan grandes y tan ligeros a la vez. Como grandes pájaros reacios a volar lejos, contentos de flotar soñando, los estandartes estaban suspendidos, totalmente extendidos en el aire. Las miles de banderas emplumadas ondulaban, gentil y silenciosamente como por arte de magia, sobre las torres y los pináculos de esa mágica ciudad–isla.
Teniendo la osadía de apoyarme demasiado peligrosamente afuera de la ventana, podía ver a lo lejos, por el sudeste, los picos de los dos volcanes llamados Popocatépelt e Ixtaccíhuatl, la montaña del Incienso Ardiendo y la montaña de la Mujer Blanca. A pesar de que ya estábamos en la estación seca y los días eran calurosos, las dos montañas estaban coronadas de nieve, la primera que veía en Popocatépetl producía un penacho de humo azul que flotaba sobre su cumbre, tan perezosamente como las banderolas flotaban sobre Tenochtitlán. Desde la ventana insté a mi padre para que se levantara.
Debía de estar cansado y deseoso de dormir más, pero se levantó sin ninguna queja, con una sonrisa de comprensión hacia mi deseo de salir.
El desembarcó y entrega de nuestro cargamento era responsabilidad del jefe encargado de fletes del lanchón, así es que mi padre y yo teníamos todo el día para nosotros. Él traía solamente el encargo de comprar algunas cosas para mi madre, por lo que dirigimos nuestros pasos hacia el norte, hacia Tlaltelolco.
Como ustedes saben, reverendos frailes, esta parte de la isla que ahora ustedes llaman Santiago está separada de la parte sur solamente por un extenso canal atravesado por varios puentes. Sin embargo, Tlaltelolco fue por muchos años una ciudad independiente, con sus propios gobernantes, y trató siempre, osadamente, de aventajar a Tenochtitlán, pretendiendo ser la primera ciudad mexica. Las ilusiones de superioridad de Tlatelolco fueron por mucho tiempo toleradas humorísticamente por nuestros Venerados Oradores. Pero cuando su último gobernante Moquíhuix tuvo el descaro de construir la pirámide–templo más alta de todas las que había en los cuatro distritos de Tenochtitlán, el Uey–Tlatoáni Axayácatl, justificadamente, se sintió humillado. Así es que ordenó a sus hechiceros hostigar a ese mi vida, y el candente incienso que se hallaba en las profundidades del vecino ya intolerable...
...Por lo que al principio del mismo año en que yo había hecho la visita del día de mi nombre, Axayácatl tuvo que tomar Tlaltelolco por las armas. El mismo Axayácatl, personalmente, lanzó a Moquíhuix desde lo alto de su propia pirámide, dejándole sus sesos bien destrozados. Unos cuantos meses después de aquel suceso, cuando mi padre y yo visitamos Tlaltelolco y aunque seguía siendo una ciudad muy bella de templos, palacios y pirámides, se sentía satisfecha de ser el quinto distrito de
Tenochtitlán, y un lugar de mercado dependiente de la ciudad.
Su inmensa área de mercado abierto me pareció que era tan grande como toda nuestra isla de Xaltocan, más rica, más llena de gentes y mucho más ruidosa.
Esa área estaba separada por amplios corredores limitados en cuadros en donde los mercaderes extendían su mercancía sobre mesas o lienzos, y cada uno de esos cuadros estaban designados a diferentes clases de mercancías.
Allí había secciones para los forjadores de oro y plata; para los que trabajaban las plumas; para los vendedores de verduras y condimentos; de carne y animales vivos; de artículos de cuero y ropa; de esclavos y perros; de cerámica y trastos de cobre; de medicinas y cosméticos; de cuerdas, reatas y fibras; de estridentes pájaros, changos y otras mascotas. Ah, bueno, este mercado ha sido restaurado y sin duda ustedes ya lo conocen. Aunque mi padre y yo fuimos temprano, el lugar ya estaba lleno de una muchedumbre de compradores. La mayor parte de ellos eran macehualtin como nosotros, pero también había señores y damas pipiltin, apuntando imperiosamente hacia los artículos que deseaban y dejando que sus esclavos regatearan el precio.
Fuimos muy afortunados por haber llegado temprano, o por lo menos yo lo fui, ya que en uno de los puestos del mercado se estaba vendiendo un artículo tan perecedero que se hubiera acabado antes de media mañana, y entre todos los alimentos que se vendían era el más exótico y delicado. Era nieve. Había sido traída a diez carreras largas desde la cumbre del Ixtaccíhuatl hasta aquí, por relevos de mensajeros veloces corriendo a través del frío de la noche. El mercader la guardaba en unas jarras de grueso barro cocida, tapadas con montones de esterillas de fibra. Un cono de nieve costaba veinte semillas de cacao. Éste era el jornal promedio de un día completo de trabajo de cualquier obrero en la nación mexica. Por cuatrocientas semillas de cacao se podía comprar para toda la vida un esclavo bastante fuerte y saludable. Así es que la nieve era, por peso, la mercancía más cara de todo el mercado, incluyendo las joyas más costosas en los puestos de los forjadores de oro. Sólo unos cuantos de los pipiltin podían comprar ese raro refresco.
No obstante, nos dijo el hombre de la nieve, vendía siempre toda su provisión en la mañana, antes de que ésta se derritiera.
Mi padre se quejó: «Yo recuerdo el año Uno Conejo, cuando del cielo estuvo "nevando nieve" por seis días seguidos. La nieve no solamente fue gratis para el que la quisiera, sino que también fue una calamidad.» Pero se apaciguó y dijo al vendedor: «Bueno, porque es el cumpleaños chicoxíhuitl del niño...»
Desligando su morral del hombro contó veinte semillas de cacao. El mercader examinó una por una para estar seguro de no entrar una falsificación hecha de madera o una semilla agujereada y rellena de tierra. Entonces destapó una de sus jarras, sacó un cucharón colmado de esa preciosa golosina y con pequeños golpes la acomodó dentro de un cono hecho con una hoja enroscada, luego lo roció con una especie de jarabe dulce y me lo entregó.
Golosamente tragué un poco y estuve a punto de escupirlo de lo frío que estaba. Me destempló los dientes y me dio dolor de cabeza y, sin embargo, fue una de las cosas más deliciosas que probé en mi infancia. Lo sostuve para que mi padre lo probara y aunque le dio una lamida que obviamente saboreó tanto como yo, pretendió que no quería más. «No lo muerdas, Mixtli —me dijo—. Chúpalo, así te durará más.»
Cuando mi padre hubo comprado todo lo que mi madre le había encargado, y después de haberlo enviado con un cargador a nuestra embarcación, fuimos otra vez hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. La mayoría de los edificios de Tenochtitlán eran de dos y algunas veces hasta de tres pisos de alto, y muchos de ellos se veían todavía más altos porque estaban construidos sobre pilares para evitar la humedad. La isla en sí no era más alta que la estatura de dos hombres por encima de las aguas del lago de Texcoco. Así es que en aquellos días había tantas calles como canales cruzando la ciudad. En algunas partes, los canales y las calles corrían paralelos, así la gente que caminaba podía platicar con la que iba en las canoas. En algunas esquinas, frente a nosotros, podíamos ver gente apretujada alborotando de un lado a otro; en otras, solamente el destello de las canoas al pasar.
Algunas de ellas eran embarcaciones de alquiler para pasajeros, para llevar a aquellas personas que tenían prisa, a través de la ciudad, de una manera más rápida de lo que ellos pudieran caminar. Otras, eran los acáltin privados de los nobles, que estaban —muy decorados y pintados con toldos arriba para protegerlos del sol.
Las calles estaban fuertemente apisonadas y planas con una superficie de barro;
Cuando mi padre hubo comprado todo lo que mi madre le había encargado, y después de haberlo enviado con un cargador a nuestra embarcación, fuimos otra vez hacia el sur, hacia el centro de la ciudad. La mayoría de los edificios de Tenochtitlán eran de dos y algunas veces hasta de tres pisos de alto, y muchos de ellos se veían todavía más altos porque estaban construidos sobre pilares para evitar la humedad. La isla en sí no era más alta que la estatura de dos hombres por encima de las aguas del lago de Texcoco.
Así es que en aquellos días había tantas calles como canales cruzando la ciudad. En algunas partes, los canales y las calles corrían paralelos, así la gente que caminaba podía platicar con la que iba en las canoas. En algunas esquinas, frente a nosotros, podíamos ver gente apretujada alborotando de un lado a otro; en otras, solamente el destello de las canoas al pasar.
Algunas de ellas eran embarcaciones de alquiler para pasajeros, para llevar a aquellas personas que tenían prisa, a través de la ciudad, de una manera más rápida de lo que ellos pudieran caminar. Otras, eran los acáltin privados de los nobles, que estaban —muy decorados y pintados con toldos arriba para protegerlos del sol.
Los canales tenían bancos de mampostería. El agua de muchos canales estaba casi al mismo nivel de las calles, de tal manera que los puentes para transeúntes podían girar sobre sí mismos, hacia un lado, mientras pasaba una canoa.
Con la red de canales, el lago de Texcoco prácticamente venía a ser parte de la ciudad, así como también las tres calzadas principales hacían que la ciudad formara parte de la tierra firme. Al final de la isla, aquellas calles anchas se convertían en amplios caminos–puentes de piedra, por los cuales un hombre podía encaminarse a cinco ciudades diferentes de la tierra firme, hacia el norte, el oeste y el sur.
Había otro tramo que no era una calzada sino un acueducto. Éste sostenía una gamella de curvadas baldosas, tan ancha y espesa que los dos brazos de un hombre no la podrían estrechar y que hasta nuestros días surte de agua fresca a la ciudad, desde el manantial de Chapultépec en la tierra firme, por el sudoeste.
Debido a que tanto los caminos como las rutas acuáticas de los lagos convergían a Tenochtitlán, mi padre y yo mirábamos desfilar el constante comercio, tanto de la nación mexica como el de otras naciones. Por todas partes, cerca de nosotros, había cargadores agobiados bajo el peso de la carga que soportaban sobre sus espaldas, ayudados por las bandas de tela que usaban en sus frentes. Por todas partes había canoas de todos los tamaños, transportando productos en pilas altas que eran llevados y traídos al mercado de Tlaltelolco o los tributos de los pueblos subordinados, yendo hacia los palacios o a la casa del tesoro o a los almacenes de depósito de la nación.
Solamente las multicolores canastas de frutas podían dar una idea de cuan extendido estaba el comercio. Allí había guayabas y chirimoyas de las tierras Otomí, hacia el norte; pinas de las tierras Totonaca, hacia el mar del este; papayas amarillas de Michihuacan, hacia el oeste; papayas rojas de Chiapán, lejos hacia el sur, y de las tierras Tzapoteca, del cercano sur, las frutas tzapotin que dan su nombre a la región.
También de la nación tzapoteca venían bolsas de pequeños insectos secos que servían para teñir, produciendo diferentes tonalidades de rojos. Del cercano Xochimilco traían toda clase de flores y plantas que yo no creía que existieran. De las selvas del lejano sur venían cajas llenas de pájaros de gran colorido o fardos llenos de sus plumas. De Las Tierras Calientes, tanto del este como del oeste, llegaban bolsas de cacao para hacer chocólatl y bolsas llenas de vainas de orquídeas negras con las cuales se hace la vainilla. De las costas de la tierra Olmeca, en el sureste, venía el producto que le dio nombre a su pueblo: oli, largas tiras de goma que luego serían trenzadas para convertirse en las duras pelotas usadas en nuestro antiguo juego de tlachtli. Incluso Texcala, la nación perennemente enemiga de nosotros los mexica, nos mandaba su precioso copali, la aromática resina con la que hacíamos perfumes e inciensos.
De todas partes llegaban sacos y fardos de maíz, frijol y algodón, y hacinados y graznando los huaxolome vivos (esa ave doméstica negra y esponjada que ustedes llaman gallipavo) y canastas de sus huevos; jaulas de los comestibles techichi, perros, pelones y mudos; ancas de venados, de conejos y carne de verraco; jarras llenas del agua dulce y clara de la savia del maguey o de la fermentación blanca y espesa de ese jugo, la bebida que emborracha, llamada octli...
...En el centro de la ciudad había poco tránsito comercial, pero todos los ciudadanos no ocupados en negocios urgentes habían empezado a congregarse en la gran plaza, para la ceremonia de la que mi padre había oído hablar. Preguntó a un transeúnte de qué se trataba y éste le respondió: «La dedicatoria a la Piedra del Sol, por supuesto, para celebrar la dependencia de Tlatelolco.» La mayoría de la gente congregada allí eran plebeyos como nosotros, pero había también bastantes pipiltin como para haber poblado una gran ciudad sólo con nobles puros. De todas formas, mi padre y yo habíamos llegado a propósito temprano. Aunque había tanta gente en la plaza como pelos tiene un conejo, no llegaban a llenar totalmente esa área tan amplia. Teníamos suficiente espacio en el cual movernos y mirar hacia varios puntos.
En aquellos días, la plaza central de Tenochtitlán —In Cem–Anáhuac Yoyotli,
El Corazón del Único Mundo— no tenía ni la mitad del bellísimo esplendor que llegaría a ver en mis visitas posteriores. El Muro de la Serpiente no había sido construido todavía para circundar esa área. El Venerado Orador Axayácatl todavía vivía en el palacio que había sido de su difunto padre Motecuzoma, mientras uno nuevo sería construido para él, diagonalmente, al otro lado de la plaza. La Gran Pirámide nueva, empezada por el primer Motecuzoma estaba todavía sin terminar.
Sus maros de piedra inclinados y las escaleras con pasamanos de serpientes, terminaban bastante por encima de nuestras cabezas y más arriba aún se podía atisbar la pequeña pirámide primitiva, que más tarde sería totalmente cubierta y agrandada.
Sin embargo, la plaza era lo suficientemente maravillosa para un niño campesino como yo. Mi padre me dijo que una vez él la había cruzado en línea recta, la había medido pie sobre pie y que medía casi seiscientos pies de hombre desde el norte hacia el sur y desde el este hacia el oeste. Tenía el piso de mármol, una piedra más blanca que la piedra caliza de Xaltocan y estaba tan pulida y brillante como un téxcaíl, espejo. Mucha de la gente que estaba allí ese día, tuvo que quitarse las sandalias y andar descalza, porque éstas eran de una clase de piel muy fina y resbaladiza.
Las tres amplias avenidas, que eran lo suficientemente anchas como para que caminaran veinte hombres, hombro con hombro, partían de allí, de la plaza, y se perdían a lo lejos hacia el norte, el oeste y el sur, para convertirse en los tres caminos–puentes, igualmente anchos, que se dirigían hacia la tierra firme. La plaza, en aquel entonces, no estaba tan llena de templos, altares y monumentos como lo estaría años más tarde, pero ya había modestos teócaltin conteniendo estatuas de los dioses principales. También estaban allí las cremalleras en donde se mostraban las calaveras de los más distinguidos xochimique que habían sido sacrificados a uno o a otro de esos dioses. En aquel lugar estaba la plazoleta privada del Venerado Orador, en donde se jugaba a los juegos rituales de tlachtli.
Ya estaba también la Casa de Canto, que contenía habitaciones confortables y cuartos para prácticas musicales para los más distinguidos músicos, cantantes y danzantes que durante los festivales religiosos representaban en la plaza. La Casa de Canto no fue totalmente destruida como otros de los edificios de la plaza y del resto de la ciudad. Fue restaurada y es ahora, por lo menos hasta que su iglesia catedral de San Francisco sea terminada, la residencia de su Obispo y su principal centro diocesano. En donde estamos sentados en este momento, mis señores escribanos, era una de las habitaciones de La Casa de Canto...
Asi , después de esta elocuente descripción que Cortés y Jennings a través del relato de Mixtli, nos muestran lo fue esta gran ciudad que hoy aun bella, perdió su gran esplendor y grandeza que tuvo este gran imperio mexica.
y como colofón les agrego esta hermosa canción de Guadalupe Trigo
Comentarios recientes
25.11 | 00:55
Jorge gracias, esa es la idea de este blog, compartir datos históricos y otros divertidos, siempre con la idea de cultura
16.11 | 05:32
Verdaderamente ilustrativo, gracias por compartir estas enseñanzas.
28.10 | 14:04
Leí hace años de una mujer a la que le habian desaparecido varios empastes y tenia esos dientes sanos.
Además, existen una serie de fotografias, de logos en vehículos, que atestiguan la veracidad.
23.10 | 15:49
Los Griegos ganaton a los Atlantes-Iberos.