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Las horas nocturnas solían servir a la fiesta en castillos o universidades, fiestas que se extendían a toda la sociedad en fechas señaladas como el 24 de diciembre o la noche de difuntos. Sin embargo, uno de las situaciones en las que el hombre echaba en falta la luz era por motivo de las grandes catástrofes: pestes, incendios, inundaciones, sequías, etc.
Los incendios eran práctica habitual en el mundo medieval, propagados gracias a la utilización de madera en la fabricación de las viviendas. Un descuido daba lugar a una gran catástrofe utilizándose también el fuego como arma de guerra. Las condiciones sanitarias de la población favorecerán la difusión de las epidemias y pestes, especialmente gracias a las aglomeraciones de gentes que se producían en las ciudades donde las ratas propagaban los agentes transmisores.
El vino y el pan serán los elementos fundamentales en la dieta medieval. En aquellas zonas donde el vino no era muy empleado sería la cerveza la bebida más consumida. De esta manera podemos establecer una clara separación geográfica: en las zonas al norte de los Alpes e Inglaterra bebían más cerveza mientras que en las zonas mediterráneas se tomaba más vino. Aquellos alimentos que acompañaban al pan se denominaban “companagium”. Carne, hortalizas, pescado, legumbres, verduras y frutas también formaban parte de la dieta medieval dependiendo de las posibilidades económicas del consumidor.
Uno de los inconvenientes más importantes para que estos productos no estuvieran en una mesa eran las posibilidades de aprovisionamiento de cada comarca. Debemos considerar que los productos locales formaban la dieta base en el mundo rural mientras que en las ciudades apreciamos una mayor variación a medida que se desarrollan los mercados urbanos. La carne más empleada era el cerdo -posiblemente porqué el Islam prohíbe su consumo y no dejaba de ser una forma de manifestar las creencias católicas en países como España, al tiempo que se trata de un animal de gran aprovechamiento- aunque también encontramos vacas y ovejas.
La caza y las aves de corral suponían un importante aporte cárnico a la dieta. Las clases populares no consumían mucha carne, siendo su dieta más abundante en despojos como hígados, patas, orejas, tripas, tocino, etc. En los periodos de abstinencia la carne era sustituida por el pescado, tanto de mar como de agua dulce. Diversas especies de pescados formaban parte de la dieta, presentándose tanto fresco como salazón o ahumado. Dependiendo de la cercanía a las zonas de pesca la presentación del pescado variaba. Judías, lentejas, habas, nabos, guisantes, lechugas, coles, rábanos, ajos y calabazas constituían la mayor parte de los ingredientes vegetales de la dieta mientras que las frutas más consumidas serían manzanas, cerezas, fresas, peras y ciruelas. Los huevos también serían una importante aportación a la dieta. Las grasas vegetales servirían para freír en las zonas más septentrionales mientras que en el Mediterráneo serían los aceites vegetales más consumidos. Las especias procedentes de Oriente eran muy empleadas, evidentemente en función del poder económico del consumidor debido a su carestía. Azafrán, pimienta o canela aportaban un toque exótico a los platos y mostraban las fuertes diferencias sociales existentes en el Medievo.
Las carnes debidamente especiadas formaban parte casi íntegra de la dieta aristocrática mientras que los muchos monjes no consumían carne, apostando por los vegetales. Buena parte del éxito que cosecharon las especias estaría en sus presuntas virtudes afrodisíacas.
Como es lógico pensar los festines y banquetes de la nobleza traerían consigo todo tipo de enfermedades asociadas a los abusos culinarios: hipertensión, obesidad, gota, etc.
El pan sería la base alimenticia de las clases populares, pudiendo constituir el 70 % de la ración alimentaria del día. Bien es cierto que en numerosas ocasiones los campesinos no comían pan propiamente dicho sino un amasijo de cereales -especialmente mijo y avena- que eran cocidos en una olla con agua -o leche- y sal. El verdadero pan surgió cuando se utilizó un ingrediente alternativo de la levadura. Escudillas, cucharas y cuchillos serían el menaje utilizado en las mesas medievales en las que apenas aparecen platos, tenedores o manteles.
La costumbre de lavarse las manos antes de sentarse a la mesa estaba muy extendida.
No se introducen productos nuevos, sino que alguno de ellos se hizo más popular y otros se integran masivamente como símbolo de estatus social o manifestación religiosa. Al final de la Edad Media se sigue manteniendo la división geográfica entre la cocina del norte donde predomina el uso de la grasa animal y la del sur, mediterránea, que emplea el aceite de oliva; pero también se puede distinguir una cocina aristocrática, en la que se produce una mayor variedad de productos, de técnicas de preparación y de complejidad de esta elaboración, con intervención de especias, protagonismo de asados de volatería y de guisos de pescado, todo con adornos y aderezos de salsas y sofritos, así como una notable intervención de la confitería.
La predilección por los sabores aportados por las especias se presenta de manera distinta en los países de Europa. En Francia es el jengibre la más usada, seguida de la canela, el azafrán, la pimienta y el clavo; en Alemania, se emplea sólo la pimienta y el azafrán y en menor medida el jengibre; los ingleses son los más particulares, pues prefieren la cubeba, el macís, la galanga y la flor de canela, mientras los italianos fueron los primeros en utilizar la nuez moscada.
Frente a esta cocina muy refinada, cara y con fuertes variedades regionales, encontramos una cocina popular, menos cambiante, más unida a las necesidades y a la producción del entorno, con predominio de guisados en olla, donde la carne debía cocer largo rato porque los animales eran viejos y, por tanto, más dura, se acompañaba de verduras y legumbres y se completaba con elevadas cantidades de plan.
Tanto en las regiones donde ya había una enorme tradición, como en otras, se generaliza la elaboración de morcillas con la sangre del cerdo, con piñones, pasas y azúcar, o las tortas de harina de mijo o de castañas también con la sangre del animal, pudiendo entenderlo como un intento de demostrar su raíz cristiana y alejar cualquier sospecha de judaísmo.
Según los datos arqueológicos las casas altomedievales eran muy simples, por regla general. Su tamaño era reducido y estaban construidas en madera, adobe y piedras, utilizando paja para el techo. Las cabañas de los campesinos solían medir entre 2 y 6 metros de largo por dos de ancho, horadando el piso para crear un ambiente más cálido. En su interior habitaban la familia y los animales, sirviendo estos de “calefacción”.
Las casas podían tener una cerca alrededor donde se ubicaría el huerto, uno de los espacios más queridos en la época. Allí se cultivaban las hortalizas, las legumbres y las pocas frutas que constituían parte de la alimentación de los campesinos El mobiliario de las casas era muy escaso. Algunas ollas de cerámica, platos y marmitas, una mesa y taburetes para comer a su alrededor ya que los germanos abandonaron la costumbre romana de comer acostados y apoyándose sobre un codo. Al ubicarse alrededor de la mesa se emplearon cuchillos y cucharas, aunque serían las manos la pieza más utilizada para comer. La comida más fuerte era la de la tarde, rompiéndose el tópico que en la época medieval se pasaba habitualmente hambre.
Al principio de la comida se servía la sopa, invento franco consistente en caldo de carne con pan. Después se comen las carnes, tanto en salsa como a la parrilla, acompañadas de verdura -coles, nabos, rábanos, aliñados con especias, ajo y cebolla, considerando que las especias favorecían la digestión-. Era habitual que los platos se aliñaran con garum, condimento de origen romano elaborado a partir de la maceración de intestinos de caballa y esturión en sal. El vino y la cerveza regaban estas pantagruélicas comidas habituales en la nobleza. Como no todos los platos eran devorados, las numerosas sobras caían en manos de los esclavos y sirvientes que daban debida cuenta de ellas.
Son frecuentes los testimonios que aconsejan abandonar esta dieta para sustituirla por “raíces, legumbres secas y gachas con una pequeña galleta, a fin de que el vientre no esté pesado y asfixiado el espíritu” como recomienda san Columbano a sus monjes. Un monje nos cuenta que “no probaba ni siquiera el pan y sólo bebía cada tres días una copa de tisana” mientras que un rico bretón llamado Winnoch se jactaba de comer sólo hierbas crudas. Pero estos casos no eran lo habitual ya que Fortunato manifiesta que sale de las comidas “con el vientre inflado como un balón” mientras que Gregorio de Tours monta en cólera cuando hace referencia a dos obispos que pasan todo el día comiendo, “se volcaban sobre la mesa para cenar hasta la salida del sol”, durmiendo hasta el atardecer. Las dietas de los monjes eran abundantes. En un día un monje solía consumir 1700 gramos de pan, litro y medio de vino o cerveza, unos 80 gramos de queso y un puré de lentejas de unos 230 gramos.
Las monjas se contentan con 1400 gramos de pan y 130 gramos de puré, añadiéndose el queso y el vino. Los laicos suelen engullir kilo y medio de pan, 100 gramos de carne, 200 gramos de puré de legumbres secas y 100 de queso, regado también con litro y medio de vino o cerveza. Las raciones alimentarias rondarían las 6,000 calorías ya que se consideraban que sólo son nutritivos los platos pesados, convirtiéndose el pan en el alimento fundamental de la dieta. En algunos casos, cuando no había platos, los alimentos se tomaban sobre el pan. De estos datos podemos advertir que la obesidad estaría a la orden del día, por lo menos entre los estamentos noble y clerical, si bien los campesinos también hacían comidas fuertes cuyas calorías quemaban en su duro quehacer diario.
Las fiestas eran iguales a exceso en la época altomedieval. Las raciones alimenticias de monjes y clérigos aumentaban en un tercio, alcanzando las 9,000 calorías gracias a doblar la ración diaria de potajes, sopas o pures y recibir medio litro más de vino junto a media docena de huevos y un par de aves. Los canónigos de Mans recibían en determinadas fiestas un kilo de carne con medio litro de vino aromatizado con hinojo o salvia. Si advertimos que el calendario cristiano contaba con unos sesenta días festivos al año -más las festividades locales- podemos imaginar el peso alcanzado por algunos monjes.
En época de Cuaresma la carne se sustituye por pescados: lenguados, arenques, congrio o anguilas. Estas pesadas comidas requerían de largas digestiones “acompañadas de siestas, eructos y flatulencias expresadas de la manera más sonora posible, porque tal cosa se consideraba como prueba de buena salud y de reconocimiento al anfitrión” en palabras de Michel Rouche. Buena parte de la culpa de estas comilonas está en la mentalidad de la época al asociar la salud, las victorias militares o la progenie con las plegarias y los banquetes que se prolongaban durante dos o tres días.