A Relax Place
Nací en Peñacastillo, pueblo anexo al Ayuntamiento de Santander el día diez de enero de 1890. Hijo de Francisco Muñoz Torcida y Josefa Palazuelos Herrera.
No conocí a mi padre porque falleció cuando yo tenía nueve meses de edad. Mis padres tuvieron siete hijos que se llamaron: Daniel (fallecido), Alfredo (fusilado por los franquistas en la cruenta guerra civil del año 1936), Mariano, Ángel, Pura, Lorenzo y yo, que soy el más pequeño. Tenían mis padres una tienda de comestibles y una panadería, con los cuales, podían sacar adelante la crianza y educación de sus hijos. Al morir mi padre, quedó mi madre con la carga de siete hijos, en que el mayor Daniel, tenía 15 años. Mi madre era una mujer varonil y de una inteligencia nada común. Batalló cuanto pudo y quedó vencida, por la falta de una ayuda que mis hermanos mayores no supieron darla. Sólo Alfredo trabajó con interés, pero no pudo evitar la catástrofe.
El año 1907, yo abandoné el hogar materno para dar a mi pobre madre y empecé a trabajar en el Hotel Continental en la misma capital. Mi trabajo consistía en hacer de guarda nocturno y en acompañar por la mañana al patrono a la plaza, de donde había que transportar la compra. Después, hacia la limpieza del metal (cubiertos, bandejas y fuentes) y a las doce de la mañana, me retiraba a descansar hasta las ocho de la noche, en que entraba de servicio.
Por estas diez y seis horas de servicio, me pagaban 18 pesetas mes, cantidad que me abonaban camareros y camareras, ya que el patrono sólo me daba la comida y cama. Con este pequeñito sueldo y alguna propina, ayudaba a mi pobre madre. Cuando ya llevaba año y medio en la casa, pasé al comedor en calidad de camarero y desde entonces pude ayudar a mi buena madre con más largueza. Mis necesidades eran bien pequeñas, comprar algún libro y asistir al teatro. No fumaba, ni bebía, ni tampoco asistía a bailes sólo alguna excursión marítima, me atraía.
El ambiente vivido en mi hogar, en donde mi madre, con elocuencia nos hablaba de política, laicismo y sobre todo de democracia republicana, había formado mi alma de un amor hacia los castigados por el infortunio y bien pronto, formé en las filas de los sindicatos que en aquel entonces empezaban a vivir y adquirir conciencia ciudadana.
La figura venerable del apóstol del socialismo me atraía, y la imagen de Pablo Iglesias se gravó en mi mente como una alucinación.
En mis sueños juveniles, pensé debía imitarle y me lancé a la lucha con todo mi amor de adolescente. Mis primeras armas sindicales fueron en la Tesorería del Sindicato y después en la Secretaria. En el año de 1909 fui elegido Presidente, y ya desde entonces, y casi sin interrupción, fui reelegido para ese puesto hasta 1937, en que la guerra civil me hizo expatriarme a Francia.
En el año 1914 contraje matrimonio con la hoy mi esposa, Ramona Fernández, y de nuestro matrimonio nacieron: Josefa, Gonzalo, Ramona, Paquita, María, Lucita y Ángel.
Paquita, falleció a los 6 años de edad. Desde mi matrimonio, mi ilusión se concentró en tres objetivos a los que presté toda mi atención mi esposa e hijos, mi madre y la vida sindical. A los primeros, todo el amor de esposo y padre, a la segunda, el de hijo amantísimo, en la que veía, a más de la madre venerada, la mujer superior, y en los sindicatos luchando siempre por todos, pero principalmente por los más humildes.
Fui en estos últimos, partidario de la dialéctica y enemigo de las violencias, sin renunciar por eso, a la lucha con la clase patronal. De las luchas en que el razonamiento chocaba con la intransigencia patronal, hube de afrontar problemas de gran envergadura y poner a prueba el temple en que se había formado mi espíritu y de ellos, salí fortalecido, con la admiración de mis propios compañeros.
En dos casos (un boicot a las cervezas de Santander. “La Cruz Blanca” y la poderosa Cía. Trasatlántica) hube de ser tentado por ofrecimientos seductores que hubieran hecho cambiar mi situación económica. pero de ellos salí limpio e incorruptible.
Representé al Sindicato repetidas veces en Congresos Nacionales y colaboré asiduamente en los periódicos profesionales. Formé parte de los Comités Partidarios de los jurados mixtos y fui el primer presidente de la "Oficina de Colocación Obrera" elegido por la representación patronal y obrera
En ella puse todo mi entusiasmo y de aquella ley embrionaria, pude sacar partido para darle una orientación que había de ser modelo entre las creadas. Por ello, recibí una felicitación del Ministro del Trabajo, Largo Caballero.
Fui enemigo de ostentar cargos representativos políticos y renuncié a llevar la investidura de Concejal que me proponían y, sin embargo, en la guerra civil, hube de incorporarme a diversos cargos representativos formando parte como vicepresidente de la Junta de Cultura (organismo que, en nuestra zona aislada del poder central, hacía las veces del Ministro de Instrucción Pública). Consejero del Monte de Piedad y Consejero Municipal, sin abandonar por ello, los de Presidente de la Federación Gastronómica; Sindicato de Camareros, Oficina de C. Obrera, y la administración del Hotel Continental.
El 24 de agosto de 1937, las autoridades aconsejaron el abandono de la ciudad y a mí me encargaron la concentración de diez compañeros, que estuvieran responsabilizados para que, a las ocho de la noche, se personaran en el Almacén de Sal, de Vallina, situado en el puerto, en donde nos darían armas para hacer el último esfuerzo. Entre mis diez hombres figuraba mi hijo Gonzalo, que desde el primer momento había recogido el fusil para defender a la República.
La situación exacta del almacén no la conocíamos, y ello dio lugar a momentos de verdadera ansiedad. Localizada, allá nos fuimos y allí nos encontramos centenares de compañeros, que, como nosotros, habían sido citados. El silencio imponente, en una obscuridad total, sin vernos el rostro, encogían el espíritu más bien templado. Pronto las grandes puertas se abrieron y dieron paso a dos autos portadores de armas y municiones y todos nos abalanzamos a coger el fusil o la caja de municiones.
A las 11 de la noche, se da la orden de marcha y a nuestro frente se pone el compañero Pacheco, comandante de milicias y afiliado al Partido Socialista. Salimos formados y silenciosos y nos dirigimos al cuadro, o madrinas de Nueva Montaña.
Hubimos de tropezar con fuerzas situadas en los arenales, con cañones emplazados y sorteando este primer obstáculo, seguimos nuestra marcha hacia los muelles citados. Dos veces hubimos de echar cuerpo a tierra ante la presencia de unos autos, que venían con sus faros alumbrados de Nueva Montaña y ganamos por fin, el muelle de Nueva Montaña.
Detrás quedaban hundidos dos viejos hidroaviones de la Aeronáutica Naval, que prestaron servicio de vigilancia en nuestras costas. En el muelle, el compañero González Malo, nos anunció que allí íbamos para intentar el salvamento en unas barcas que él había podido reservar del asalto de la enloquecida muchedumbre que buscaba salvación en aquellas horas trágicas.
Cuatro embarcaciones pesqueras habían de aceptar a su bordo a los quinientos hombres que allí nos encontrábamos, y llegaron, y con orden, fuimos embarcando. En la primera los de la C.N.T. las dos siguientes el U.G.T. y P.S.O.E., y en la última, los republicanos. Ya los cañonazos se oían cerca, lo que aumentaba la inquietud que a todos nos embargaba y así emprendimos la marcha a través de nuestra bahía, en esta memorable noche del 24 de agosto de 1937.
En la inmensa bahía, sólo quedaba el submarino que había de llevarse al Gobernador Civil Juan Ruiz Olazaren y al general Olivarri que mandaba las fuerzas del Norte. En nuestra embarcación nos encontrábamos 132 hombres y dos o tres mujeres. Al salir por la boca del puerto, nuestra embarcación se paró y hubimos de esperar a que el maquinista hiciera alguna reparación. Mientras tanto, las otras embarcaciones se perdían en el horizonte, lamentando nosotros nuestra mala suerte.
Nuestra pequeña embarcación hizo rumbo al este, en dirección de Laredo y desde allí, viramos al norte (en este momento que escribo las presentes notas, hace diez años justamente y a la misma hora, en que me separaba de mi tierra montañosa y de mi patria querida).
La navegación era excelente y con una luna clara que parecía de día. Las tres de la mañana serian cuando nuestra vista, mirando a oeste, apercibió una mancha negra, que, a poco, pudimos apreciar de un buque de guerra y bien pronto, lo tuvimos a una distancia regular, que nos permitía ver la silueta del "Cervera", crucero al servicio de Franco.
No hay que decir el pánico que se impuso en los que estábamos a bordo. Era la presa segura y la muerte de todos los que allí veníamos. Yo venía sentado bajo el puente y sobre la maquinilla junto con el viejo y probo socialista Antonio Ramos. Este, al ver el peligro tan cerca, sacando la pistola me dijo, “llegó la hora, Gonzalo”. Yo trate de tranquilizarle y como respuesta dijo “yo, no tengo valor para matarme, pero os ruego que antes de ser preso, me peguéis un tiro”.
Afortunadamente, el "Cervera" no venía en nuestra captura y si al encuentro de un buque de gran porte que navegaba de este a oeste, y después de parlamentar con ellos, por el telégrafo de luces se dio media vuelta y tomó rumbo al oeste, despreciando, o no habiendo visto, nuestra pobre embarcación.
Sin novedad seguimos hasta Burdeos con la sola excepción de que, en tres días, no comimos más que una pobre cordera que la tripulación tenia y sin agua en el tanque.
Como nota curiosa citaré el que el retrete era un minúsculo cuchitril que de ninguna manera podías colocarte, por lo cual, todos evacuábamos nuestras necesidades fisiológicas desde la borda del barquito.
La llegada a Burdeos, fue para nosotros de una gran emoción, por allí encontramos decenas de pequeñitos barcos, que como nosotros habían corrido la misma suerte. ¡Con qué placer recibimos las primeras pruebas de solidaridad del noble pueblo francés! ¡Aquel pan y Sardinas que nos dieron y el café con leche, tan rico, como nos Supo! Recuerdo, que, estando fondeados en la ría, venía tripulando un balandro, una señorita vestida de blanco, blancura que se confundía con el velamen y casco de la embarcación y con esa gracia tan francesa, nos envió un saludo, elevando la mano y el puño cerrado que nosotros respondimos con un clamoroso ¡viva! ¿Era una aristócrata? Era una prueba de la gran democracia de este pueblo admirable.
Desde allí me fui a Paris a encontrarme con mi esposa e hijos y los más se dirigieron Barcelona.
Pasé a Bruselas con mi familia y otros montañeses y allí, viví unos meses en el ambiente cariñoso del pueblo belga. Por los amigos Rodolfo Valdor y Pepe Gómez, conseguí una plaza en la Embajada de España en Francia y allí permanecí hasta una hora antes de que los fascistas se hicieran cargo de la Embajada. El embajador, Sr. Pascua, me atendió con especial interés y por él entré en las oficinas del S.E.R.E. en Paris. Aquí en el modesto puesto de conserje, hacía todo el bien que pude por los desgraciados que allí llegaban en busca de ayuda, o de embarque y siempre renunciando a mi embarque para no restar puestos a los que se encontraban huérfanos de toda protección ¡Qué caro me ha costado este gesto quijotesco mío! ¡Por ello me veo hoy separado de mis hijos y esposa, a los que acaso no vuelva a ver y por ello, hoy que han legado los momentos críticos, no encuentro solución a mi situación, privando con ello, de la ayuda a los hijos y esposa, que en nuestra patria pasan privaciones!
En el mes de junio de 1939, las fuerzas alemanas llegaban a las puertas de Paris y la noche antes de su entrada en Paris, yo con unas pequeñas maletas y dispuesto a tomar el camino a pie, me dirigía hacia la carretera que conduce a Orleans. Al llegar a la estación Austerliz vi una muchedumbre, que se esforzaba por ganar la estación y a ella me uní. Dos horas tarde en ganar el andén y ya allí, oí con sumo placer que se formaba un tren para Bordeaux allí esperé y fui uno de los primeros que al asalto lo tomó y así legué a la capital girondina al medio día.
Mi esposa e hijos habían sido evacuados al pueblecito de Friaice, en el departamento de Eure y Loire, cerca de la histórica ciudad de Chartres.
En los últimos momentos había solicitado mis pasaportes para embarcar con mi familia para Sto. Domingo y les había telegrafiado para que se personaran en Burdeos, pero ya mi telegrama y carta exprés, no llegaron a sus manos. Desde Burdeos telegrafié a Friaice y no tuve contestación y nada sabía de mi familia, renunciando a embarcar en el último viaje que hacia el S.E.R.E. En este barco venían los amigos Sallit (Ramón), Eulalio Ferrer con su familia y la esposa de Manuel Neila e hijos, los que me instaban a embarcar ¿Cómo iba yo a dejar los míos abandonados en Francia? ¡No! marchar vosotros que yo correré la suerte que me tiene reservada el destino. (Hoy día 31 de agosto de 1947, al coger la pluma para seguir esta narración, se agolpan a mi mente recuerdos del lejano pasado hoy hace 33 años me unía en matrimonio con la que fue madre de mis hijos). ¡Qué lejos está el día luminoso, el día de sol radiante de mi tierra, en un día agosteño!
Como una cinta cinematográfica veo todos aquellos recuerdos y ¡ay! que dolor dejan en mi corazón. ¡La dicha de que disfrutábamos en
aquel memorable día, contrasta con la amargura que hoy me causa el saber que allá, en la patria querida, mi esposa e hijos, acaso no tengan que comer! Fue una boda en la que los padres y hermanas de mi esposa estaban ausentes, porque se oponían
a nuestro enlace querían un hombre que fuera rico y yo, no podía ofrecer más que mi ¡honradez! Hoy, después de tantos años, lejos unos de otros no puedo ofrecerles más que, a través del espacio, el recuerdo
y amor de un esposo y padre, que con lágrimas que nublan sus ojos. Siente en su corazón, toda la ternura que para ellos guardo, alimentado siempre la esperanza de volverlos a tener en mis brazos).
Salí de Bordeaux, en un autobús en dirección de Chalus, pueblo de la Haute Vinence, que se consideraba libre de la Ocupación alemana. Allí había un número grande de refugiados, bien acogidos y bajo la protección paternal de un alcalde socialista Mr. Romayn. En este pueblo esperé a localizar a mi esposa e hijos y pude lograrlo, así como reunirme con ella y Lucita y Angelín (Ramonita y Mary se habían marchado a España desde París). En este pueblo conseguí buenas relaciones y fui protegido por las familias de Peyrormé y Chambrón. La familia Peyrormé tenía una tienda de combustibles y con ellos pase buenas jornadas. Su hija Joaquina, aprendió el español y también su madre y a su enseñanza dediqué buena parte del tiempo que allí pasé, lo mismo que con Pierre Chambrón. La tranquilad relativa en que vivía se vio pronto turbada por las órdenes del Gobierno Francés de recoger a todos y llevarnos a un campo de concentración.
Yo hice las gestiones pertinentes con la Embajada Mejicana y pude retrasar un mes, la recogida de todos. Mi esposa y mis dos niños, eran trasladados a Rivesaltes en el departamento de Pyr O., y yo, hube de ingresar en una compañía de trabajadores. Permanecí en Limoges un par de meses y allí empezó el calvario de mi vida, que no ha terminado aún. Sin recursos, había que hacer frente a la vida y junto con un buen número de compatriotas (los que había algunos paisanos), nos dedicábamos a lavar ropa militar. Allí, en un lavadero, entumecidas nuestras piernas y heladas nuestras manos, lavábamos centenares de prendas del mal parado ejército francés. Después al bosque, a derribar árboles y hacer carbón. Esto era lo único que permitían a los exiliados españoles, que habían tenido et gesto de enfrentarse contra el fascismo y que fuimos vencidos, no por falta de valor, sino por la carencia de armas y asistencia de las naciones que se decían democráticas. Así el pueblo español, este pueblo quijotesco y romántico, paga aún su generosidad, Su gallardía, teniendo su patria sojuzgada por los traidores. que se levantaron contra la legitimidad republicana.
A mi llegada a Limoges, me encontré con el paisano Antonio Moya, que, con su esposa y dos hijos, vivían en una buhardilla indecente y me dieron hospitalidad. Me ofrecieron cuanto tenían, que era bien poco y como cama, el montón de capotes que habían de lavar. Una noche, cenamos un mendrugo de pan y una lechuga.
Hay en la vida de los hombres momentos que dejan una huella imborrable y así en aquel cuchitril, la había yo de recibir y quedar gravado, de tal forma, que, en el tiempo, ni los dolores, han podido borrar de mí y que me sigue como una alucinación. Mi esposa y los dos hijos pequeños, estaban concentrados en un garaje, que habilitaran para acoger a los refugiados, en espera de su emplazamiento definitivo y la noche antes de su marcha a Rivesaites vinieron a despedirse. Ella guardaba una gran serenidad y me alentaba para que resistiera toda la adversidad y sin que en su semblante se alterara un solo músculo, se despidió de mí. Mi emoción era tan grande. Que lagrimas caían a torrentes de mis ojos y la congoja que sufrí me dieron aquellos hijos queridos a los que el destino, acaso no me permitiera volver a ver. ¡Adiós papá! me dijo Lucita, abrazándome, ¡Adiós hija mía! le dije, Angelín, sin decir una sola palabra, y anegado en llanto, me abrazo y beso y marchó sin contener su llanto. ¿Era el adiós final a su padre? No soy fatalista, pero muchas veces he pensado si fue la separación definitiva. ¿Cómo un niño de seis años podía percatarse en aquella despedida, de la trascendencia que tenía? Lo cierto es que mientras yo vivía, este recuerdo no se borrará de mí y él me persigue y me atenaza, no dejándome sosegar.
Con nuestros compatriotas, fui a St. Pardouse, pueblecito del departamento de la Creuse. Allí, empezamos a hacer leña y allí empezamos nuestro martirio.
Alquilamos dos casitas y con hierba hicimos nuestras camas donde descansar las duras jornadas. Era un bosque en que quedaba poco de cortar y a los dos meses, nos trasladaron a St. Pierre Cherignac. Allí, encontramos otros compatriotas y entre ellas un paisano, Emilio Aguirre, que fue pescador en Santander.
Vivíamos en una casa cerca del bosque y allí, en pequeña república pasábamos el tiempo, alegres, porque no estábamos bajo la vigilancia de los alemanes que tanto pavor nos infundían. El barrio en que morábamos, se componía de cuatro vecinos y nosotros y Frente a nuestra casa había un matrimonio de ancianos que con dos hijas Yvonne y Andree, trabajaban la tierra, con ellos convivíamos en la mejor armonía y ellos nos facilitaban huevos, conejos, Corderos y hasta un ternero, que sacrificábamos silenciosamente por la noche Ivonne, era una joven algo enfermiza y hacía de ama de casa y Andree, era una niña que acabó los estudios primarios a nuestra llegada.
Esta, tenía una honda simpatía por nosotros y nos saludaba con una gran afección. ¿Quieres aprender español?, le pregunté un día otoñal, que conducía sus vacas al abrevadero. Oui monsieur, me respondió. Bien, cuando los días sean más cortos, empezaremos con la clase. He de advertir que se había distinguido en el colegio por su aplicación y conseguido el número dos, entre toda la comarca. Así llegó noviembre y con él, los días cortos y con todo empecé a ejercer de profesor.
A los tres meses y medio aquella niña precoz, hablaba nuestro idioma, con la misma perfección que yo, y le escribía con corrección.
Hoy a pesar del tiempo transcurrido, sin tener con quien ejercitarse ni leer literatura española, sostiene una correspondencia conmigo, la que se aprecia sólo la práctica, pero en cambio ¡qué lucidez y que imaginación! ¡qué su talento natural en aquella campesina, que labra la tierra y cuida las vacas y corderos! ¡Qué ternura y que sensibilidad! ¡Qué ingenuo espíritu y cuánta delicadeza guardó y guarda a mi persona!
Puedo afinar, sin temor a incurrir en incorrección con mis parientes, que después de mi esposa e hijos, ella ocupa en mi corazón un lugar preferido.
Allí y bajo la dirección de Aguirre, organizamos un coro, en el que los aires montañeses, quedaron en todo el contorno como un recuerdo del paso por allí de este grupo de españoles, que negros del carbón, pero limpios de alma, alegrábamos la tranquilidad bucólica de aquel rincón de la Francia inmortal.
Y en los hogares y en la taberna y en los senderos y en las praderas, animábamos con nuestras tonadas montañeras a los sencillos campesinos, que nos admiraban y querían y que, a nuestra llegada, nos obsequiaban con lo mejor que tenían. Muchas veces, había que ejercer de orador y yo les dirigía la palabra que después el amigo Cándido Fernández, había de traducir al francés explicándoles nuestro martirio y el porqué de nuestro exilio.
Aquella por relativa, fue turbada por la presencia de un agente de la Cía. de Trabajadores, para que nos personáramos en Limoges.
Antes que él llegara, habíamos sido advertidos, por un buen amigo, que nos llevarían a trabajar a Alemania y cuando llegó el agente, nosotros estábamos ocultos en el bosque. Cuando pensamos que se habría vuelto al no encontrarnos, regresamos a casa y allí nos atraparon.
Todos preparamos el equipaje, pero yo me revelaba y de acuerdo con Antonio Rico, abogado de Murcia que también hacia carbón, le lancé mis maletas por una ventana trasera y me las guardo en la casa de Andree Clavoud, mi discípula de español y me dispuse burlar al vigilante que en la puerta de la casa esperaba nuestra salida.
Voy a despedirme de los vecinos, le dije, y efectivamente me despedí, pero para emprender la marcha hacia Limoges en espera de camuflarme. Así llegué a Limoges y desde allí, emprendí la marcha hacia Bordeaux. El paso por la línea de demarcación establecida por los alemanes, la sorteé, haciendo un corrido a pie, de unos 20 km. Y llegué a la ciudad girondina, sin más novedad. Allí busqué a Ramón Oceja, compañero querido, que murió a consecuencias de heridas producidas por la aviación inglesa y con él viví tres meses.
Trabajé como peón en el campo de aviación y los mismos alemanes me proporcionaron la documentación. Tan pronto está en mi poder, me escapé a Lourdes, zona libre y trabajé como pintor en una empresa francesa. El derrumbe alemán se iniciaba y crecían las fuerzas de resistencia y a ellas me fui con el ánimo de prestar algún servicio a libertad. Ocho meses viví en el monte, con ochenta compatriotas y algunos franceses, y a los ocho meses de una vida intranquila y sin poder soportar el frio, volví a Lourdes y después a Tarbes formando parte de un batallón, que formase de cenetistas y ugetistas, el Bidau V, que mandaba el cenetista, del Río.
Ya la liberación de Francia tocaba a su fin y considerando innecesaria mi permanencia en las armas, me licencié y empecé a trabajar en una fábrica de cerámica, muy cerca de Tarbes. El trabajo duro y las penalidades pasadas, quebrantaron mi salud y aspirando a trabajar con los americanos, me trasladé a Orleans, donde había de encontrar a mi hermana Pura y su hijo Paquito. En Tarbes, como en toda Francia, era un problema el comer y allí, funcionaban comedores de asistencia pública, patrocinados por el gobierno.
Mi amigo Antonio Torres, natural de Huesca y fundador conmigo de la agrupación socialista en Lourdes (durante la ocupación alemana), amigo, que me dio tantas pruebas de cariño, averiguó que había un comedor a donde iban, varios españoles y donde se comía bien y allá nos fuimos. Estaba situado dentro de un cuadrilátero que formaba una gran casa, que se llamaba Ciudad Rostchiel, y en él, observamos bien pronto la limpieza que presidia en todos y cada uno de los departamentos.
Era una institución fundada para los ancianos, donde por un módico precio les daban de comer y donde las mujeres, hacían “tricot” para las niñas indigentes, trabajó que los dignificaba y no sentían la humillación de su desgracia. Los salones, eran varios, estaban con gusto decorados y de sus paredes, pendían cuadros de los rincones del país, no viéndose imágenes por ningún sitio.
Las mesas todas con flores y la radio dejaba oír la música durante todo el día. Este restaurante tenía una particularidad, que satisfacía al hambriento, pues comías cuando tenías ganas por un precio módico Se servía por cucharones, así, tantos cucharones querías, tanto pagabas, por medio de unos vales, que adquirías en la caja. El humorismo español, le bautizó con el de “EI Restaurante del Cazo”
Al frente del mismo, estaba una señorita de la aristocracia, natural de Tarbesy señorita que poseía una gran fortuna.
Simona de Palaminy, baronesa de Palaminy, era la que regenteaba esta institución. Joven y bella, con una ternura y unas atenciones tan extraordinarias, que sabía captarse las simpatías y el respeto de todos, pero singularmente la de los viejecitos, a los que ella guardaba las más exquisitas atenciones.
No se limitaba a la dirección y administración, sino que servía la mesa, fregaba, mondaba patatas y en fin, era una sirvienta más y una repostera, que todos los días nos preparaba un bizcocho con harina de maíz de sus propias cosechas. La belleza por un lado y la dulzura acariciadora de su mirada, cautivó a todos los que allí comíamos (unos centenares) y bien pronto se estableció una simpatía con el grupo de españoles. Y empezó, porque muchos, cuando ella venía con su caldero repartiendo la comida, le dirigían palabras elogiosas, flores que ella no comprendía, ya que se las decíamos en español, pero que su instinto de mujer, la hacía suponer que era un homenaje a su persona.
Un día invernal, en que yo, convaleciente de un catarro gripal no asistía al trabajo y pasaba el tiempo al calor de la estufa, junto a los viejecitos, me dijo "Sr. Muñoz, yo le pido que Ud. me enseñe el español yo me disculpaba diciendo que no valía la pena empezar, pues pensaba marchar a Orleans, pero insistió y no me quedó otro remedio que aceptar. Y de nuevo me convierto en profesor, yo que sólo aprendí una pobre instrucción en una escuela rural.
Tan pronto terminaba el servicio del comedor, la señorita venía a mí con su libreta a tomar una lección y hasta el día, que marché para Orleans. Continuó la enseñanza el profesor Agustín Diez y cuatro meses después, recibía yo en Orleans una carta de ella en español, en la que me mostraba sus adelantos y me anunciaba una visita.
Esta relación que yo establecí con ella, dio lugar a que los compatriotas que allí quedaron, sintieran de cerca los beneficios y empezó por reservar una mesa para los españoles que ella denominó la “Mesa imperial" y varias veces recibieron una comida especial (fuera desde luego de las horas corrientes) y que ella se complacía en presidir. Entre otras fue el 1°de mayo, el año 45, queriendo así, dar una prueba de su comprensión hacia los exiliados españoles.
Como lo anunció, fue a verme a Orleans y aquella aristócrata, que poseía en magnifico palacio con toda elegancia y una buena caballeriza donde ella, de amazona, pasaba los momentos de asueto en buen caballo, comía en casa de mi hermana, en una casa mísera y medio derrumbada, en la más fraternal camaradería y con la más grande sencillez ¡Oh aristócratas francesas, cuán distintas sois de la cerril aristocracia española! Al día siguiente había de continuar su viaje, pero no consintió que, por despedirla, perdiera yo un día de trabajo, puesto que ella me había de ver al hacer el enlace del tren en la estación de Las Aubreis, donde yo trabajaba como peón. Con un motivo fui a despedirla con mi indumentaria de trabajo. Con mis botas embarradas y mi pantalón y chaqueta, llenas de lodo me dirigí a la estación. Allí estaba ella paseando y escrutando con la mirada por ver si me descubría entre tantos obreros como allí íbamos dejando las pocas energías que nos quedaban y cuando me vio, una sonrisa de dulzura fue la caricia que dio a su antiguo maestro. Su elegancia contrastaba con mi pobreza y de haber estado en otro país menos civilizado hubiera dado lugar a miradas impertinentes, desconocedores de unas relaciones tan lógicas. Me estrechó fuertemente las manos y cuando el tren llegaba, se despidió de este pobre náufrago de la vida con un beso en cada mejilla. Yo estaba acostumbrado a esas pruebas tan delicadas del pueblo francés, pero he de confesar que no esperaba una efusión tan tierna, Hoy se ha casado con un noble como ella y yo, desde el fondo de mi alma, les deseo una eterna felicidad.
Cuatro o cinco meses permanecí en Orleans, trabajando como peón en las obras de derrumbe de casas averiadas por la aviación y en cubrir los hoyos que las bombas habían hecho, pero este trabajo era rudo y peligroso (peligroso porque muchas veces encontrábamos bombas sin explotar) y el frio, que tanto me molestaba, decidieron dirigirme a Perpignan donde mi amigo Antonio Pierreignes me instaba con sus cartas alentadoras. Durante mi estancia en Orleans, trabajé como secretario del Comité Departamental de la U.G.T. y di tres charlas de diferentes temas de actualidad.
En Perpignan no me acompañó la suerte y no pude encontrar un trabajo adecuado y decidí dedicarme a limpia-botas, pues preferí esta modesta ocupación, a dedicarme a otras actividades más lucrativas, sí, pero reñidas con mi formación espiritual. Así gané la vida, muy estimado y con buena clientela, a la quo yo procuraba complacer con un trabajo esmerado.
La escasa y mala alimentación y los sufrimientos físicos pasados y los morales, permanentes que, en todo momento, flagelaban mi espíritu me hizo enfermar y temer la muerte, lejos de unos brazos, que, con cariño, recogieran mis despojos lejos de la patria amada. Y, a los ruegos de mi hijo Gonzalo, que sintiendo en sus propias carnes el dolor de su padre, me pedía venir a Méjico, determiné el hacer el viaje y aquí llegue después de muchas dificultades haciendo el viaje en el paquebote, "Colombie" desde el Havre a Venezuela y desde o Venezuela a Tampico, en un barco de carga, "EI Nueva Esparta”.
En el mismo buque me acompañó hasta Venezuela el Dr. Emilio López, con su señora e hijo. Este doctor fue quien me atendió con desinterés y acierto en mi enfermedad, ¡guardo para él un buen recuerdo! Una travesía feliz, sólo al pasar por el Cantábrico (este mar que con sus olas indomables y con su fresco viento acarició tantas veces mi cuerpo), se agitaba y nos mecía y confieso que desde la mira yo oteaba el horizonte, para ver si conseguía por última vez divisar de la costa, donde vi la luz primera, pero estábamos muy lejos y ni los destellos del faro de Cabo Mayor llegaban a mí.
En mi mesa comía una familia de (suegra y dos hijos políticos) la primera de Yugo-Eslavia y sus hijas de alsaciana una y austriaca la otra, iban a reunirse con sus esposos las últimas y con sus hijos la primera. Ellos, huyendo de los rusos, habían salido primero y se encontraban en el Brasil, para encontrarse después en Venezuela. La alsaciana, estaba a punto de dar a luz y lo hizo, así llegó a Caracas, y la austriaca, tenía un niñito de año y medio y una nena de 20 días, que falleció a los quince días de llegar, sin que la conociera su padre. Esta señora me contó su odisea para embarcar y resolver los trámites, inmediatamente después de dar a luz, teniendo que desplazarse desde Luxemburgo, donde residían, hasta Bruxelles, primero y Paris después, sin dinero y sin comer. Mostró mucho interés en aprender algo de español y heme aquí convertido de nuevo en profesor. Todos los momentos que la dejaban sus hijas, los dedicaba a estudiar y allí, en la proa del barco, sentados en el suelo y contemplando a veces el saltar de las toninas que jugueteaban en la proa del "Colombie" dejaba bien gravadas palabras que la habían de servir gran utilidad en el país que la acogía tan generosamente.
Ocho días permanecí en Caracas, acogido en casa del compatriota y amigo Teodoro Quijano, que, con su familia, me obsequiaron con todas sus atenciones y cariño. Este amigo y Joaquín Audia, junto a Justino Azcárate, me sufragaron los gastos desde Puerto Cabello a Tampico.
En Tampico me esperaba mi hijo Gonzalo ¡Cómo describir la emoción que sentí al ver a este hijo, que el destino hacia casi diez años me impidió abrazarle! En el momento que escribo las presentes memorias, aún no he podido encontrar trabajo adecuado a mis condiciones físicas, pero tengo una relativa felicidad al encontrarme cerca de él y poder dictarle mi voluntad póstuma, si el destino quiere, quede en esta tierra mejicana.
Ayer sábado en la tarde, fue sepultado, en el Panteón Español de esta Capital, el cadáver de Don Gonzalo Muñoz Palazuelos, que falleció en la noche del día anterior como consecuencia de un ataque cardiaco. Era Don Gonzalo Muñoz Palazuelos una persona que gozaba de general estimación en nuestro país.
Llegó a él hace años, formando parte de le España peregrina.
Se estableció en la Ciudad de Puebla, al frente de un restaurante que fue de los más prestigiados y concurridos de la Angelópolis.
Últimamente vivía en la capital, retirado ya de los negocios, junto a sus hijos y nietos.
Murió D. Gonzalo Muñoz Palazuelos. La muerte de Don Gonzalo Muñoz causará consternación en Santander, la bella Perta del Cantábrico, en el norte de España, donde él había nacido. Allí fue importante directivo del Racing Club y allí deja amigos y familiares que recordarán su vida como un ejemplo de limpieza y de dignidad ciudadana.
CLARIDADES expresa sus condolencias a los deudos de don Gonzalo Muñoz Palazuelos y rinde sincero tributo a su memoria de hombre honesto, caballero del ideal y montañés apasionado.
Publicado el día 18 de Julio de 1959 en el periódico Claridades de México por Eulalio Ferrer.
Comentarios recientes
25.11 | 00:55
Jorge gracias, esa es la idea de este blog, compartir datos históricos y otros divertidos, siempre con la idea de cultura
16.11 | 05:32
Verdaderamente ilustrativo, gracias por compartir estas enseñanzas.
28.10 | 14:04
Leí hace años de una mujer a la que le habian desaparecido varios empastes y tenia esos dientes sanos.
Además, existen una serie de fotografias, de logos en vehículos, que atestiguan la veracidad.
23.10 | 15:49
Los Griegos ganaton a los Atlantes-Iberos.