A Relax Place
Se ha hablado mucho sobre la relación de Hitler y Geli Raubal. Tanto que incluso se ha llegado a decir que mantuvieron relaciones sadomasoquistas y cosas peores. También se ha dicho que la muerte de la joven fue en realidad un asesinato del mismo Hitler o incluso de Himmler. En realidad, todas esas historias están basadas en opiniones de terceros y difícilmente se sabrá la verdad, sin embargo, es un hecho que Hitler estaba enamorado de Geli y prácticamente la enclaustró en una jaula de oro, y lo que sucedió ahí dentro debe haber sido muy fuerte para llevar a una joven de 23 años con amor por la vida, suicidarse.
Ante los ojos del resto de la gente el comportamiento de Hitler con Geli, fue de respeto mutuo.
Geli fue la mujer que más influencia tuvo en la vida de Hitler. Tanta que incluso era capaz de convencerle para ir de compras, algo que Hitler detestaba. Incluso podía entrar en una tienda, revolverla a conciencia, y salirse de la misma con las manos vacías, algo que a Hitler le daba mucha vergüenza. Pero Hitler la seguía a todas partes. Como dijo su fotógrafo personal Hoffmann "la seguía como un dócil corderillo".
En todos los medios, año a año se propaga cientos de historias, acerca de esta noticia, pero casi ningún medio trata el tema objetivamente. Al parecer ningún historiador oficial ha tomado en cuenta las memorias escritas por Heinrich Hoffman, quien vivió y conoció todos los éxitos y fracasos de Hitler. Su libro narrado desde sus experiencias, sin duda, se convierte en una fuente primaria, no tomar estos testimonios es como, no tomar en cuenta los verdaderos hechos.
Dicho esto, quiero presentarles una parte del capítulo V. «MI ESPOSA ES ALEMANIA» del libro “Yo fui amigo de Hitler” de Heinrich Hoffman, en donde se hace referencia al trágico final de la señorita Geli Raubal, quien era hija de Ángela, la hermanastra de Hitler.
La señora Raubal, su hermanastra —que era mayor que él — se convirtió más adelante y durante mucho tiempo en su ama de llaves en Obersalzberg; le era completamente leal y abnegada. Tenía dos hijas y un hijo que era maestro de escuela en Linz. Durante la guerra ese hijo quedó cercado en Stalingrado; se le indicó a Hitler que podía sacar a su sobrino de aquel avispero, pero se negó rotundamente, jurando que no haría excepción alguna por su familia. En cuanto a la hija mayor de la señora Raubal, Angélica, todos la conocíamos por el nombre de Geli; y esta es la historia de su trágico destino.
Había sobre todo hombres en la mesa de Hitler en el Café Heck. Podía ser admitida alguna mujer por casualidad en nuestro círculo, pero ninguna fue autorizada para convertirse en el centro de la reunión.
Estaba allí, pase; pero aunque podía ser vista, no debía ser oída. Hitler se mostraba siempre galante y cortés, pero se le rogaba a la dama que se sometiese a las costumbres del círculo. Si tomaba ella parte en nuestra conversación, se le rogaba, siempre, que no intentase sobresalir y que no contradijese nunca a Hitler
Llegó un día en que se sentó a nuestra mesa una muchacha adorable y sin artificios. Era Geli Raubal, la sobrina de Hitler; iba a encantarnos a todos; a partir de ese día, cuando Geli se unía a nosotros, se convertía moralmente en la luz del grupo.
Geli Raubal era embrujadora. Sin ninguna estratagema, sin coquetería, lograba con su sola presencia extraer de cada cual lo mejor que llevaba dentro. Todos sentíamos devoción por ella; todos, pero más que ninguno, su tío, Adolfo Hitler. Geli poseía una influencia evidente sobre él: llegó incluso a convencerle para que la acompañase de compras.
Recuerdo a Hitler contando que se sentía incómodo acompañando a Geli a probarse un sombrero o unos zapatos, o a hacer que una vendedora extendiese todo su género sobre el mostrador para luego marcharse de allí con las manos vacías. ¡Esto era una cosa clásica en Geli! Y, sin embargo, Hitler la seguía... la seguía siempre como un dócil corderillo.
Bajo la influencia de ella, la vida de Hitler se hizo más sociable y más mundana. Iban juntos con frecuencia al teatro y al cine; pero lo que Hitler adoraba, por su parte, era llevar a Geli a merendar a algún rincón pintoresco de los bosques circundantes.
Entonces -— era esto en 1927 — Hitler gozaba de una gran popularidad.
Cuando aparecía en un bar o en un restaurante, se veía inmediatamente rodeado por miembros del Partido y por cazadores de autógrafos. Pero él prefería con mucho dedicar sus escasas horas de ocio al círculo de sus íntimos en la soledad confortadora de la selva.
Allí, sin embargo, incluso allí, se mantenía siempre reservado. Su actitud con respecto a Geli era más que correcta, ceremoniosa. Pero su mirada, la ternura de su voz cuando se dirigía a ella, toda su actitud rebosaba del cariño que sentía por la muchacha.
Cuando se mudó al .16 de la Prinzregentenstrasse, la instaló a ella en una bonita habitación de muchacha, amueblada con un gusto perfecto por el decorador más famoso de Múnich. Aquel piso de soltero ofrecía cierto aspecto de comodidad familiar. Hitler aprovechaba toda ocasión para alabar el talento culinario de Geli; talento auténtico, en realidad, puesto que la madre de Geli, que se ocupó de la casa durante varios años, era una cocinera sin igual.
Por mucho que la adorase su tío, Hitler no pensó jamás en un enlace con ella. Pero seguía siendo para él la emocionante personificación de la mujer, bella, lozana, pura, inteligente, alegre y, digámoslo, limpia también y tan recta de espíritu como Dios la había hecho. Velaba por ella como se inclina un sabio sobre una flor única en el mundo; quererla y protegerla era, en el terreno sentimental, su sola ambición. Durante mucho tiempo hizo que la educase la voz un maestro de canto célebre.
Perfecto en todo momento con ella, únicamente su actitud con respecto a la vida privada de Geli parecía menos generosa; estaba realmente obsesionado por el deseo de conservarla siempre bajo su tutela.
Pero los veinte años de Geli habían escogido la libertad. Le gustaba moverse, ir y venir, ver gente; pero no permanecer sentada siempre ante la misma mesa de café, y frente a los mismos rostros siempre solemnes. En Shrovetide, su más ardiente deseo fue ir al baile. Hitler se lo prohibió, pero Geli insistió de tal manera que tuvo al fin que acceder, a condición, sin embargo, de que Max Ammán y yo acompañaríamos a la muchacha. Teníamos orden de llevarla al Deutsches Theater, en donde se celebraba el famoso baile Pares; después, abandonaríamos el baile a las once en punto, llevando a Geli entre los dos.
Me había encargado de una grata misión: la de que hiciese unos croquis la célebre modelista Inge Schroeder para el vestido de Geli destinado a aquel baile. Cuando presenté los dibujos a Hitler, los rechazó con la mano. «Excelentes, muy decorativos quizá, pero demasiado excéntricos». Geli debía llevar un vestido de «soirée» corriente y pasar inadvertida.
Cuando Geli, encuadrada por sus dos ángeles guardianes, salió del baile, a las once, iba radiante de alegría.
El fotógrafo del teatro nos había hecho una foto: no, a gusto en nuestro palco, como la hubiera hecho yo, con una copa de champagne en la mano, sino en un grupo rígido y forzado; una verdadera foto de familia, mostrando a Geli entre sus perros guardianes. Y esa fue la imagen que Geli puso bajo la nariz de su tío al día siguiente.
Tuve con ello ocasión de decirle a Hitler lo que pensaba. La coacción bajo la cual vivía Geli era anormal, inhumana; la hacía sufrir. La historia del baile me había abierto los ojos. En vez de darle un gusto dejándola ir al baile, Hitler había una vez más impuesto su autoridad sobre la muchacha.
—Ya sabe usted, Hoffmann — explicó Hitler para justificarse — que Tengo el deber de velar por ella. Pues bien, ¡sea! Amo a Geli y podría casarme con ella; pero ya conoce usted mis opiniones y sabe que estoy decidido a permanecer soltero. Teniendo esto en cuenta, me reservo el derecho de velar sobre sus relaciones masculinas hasta que descubra yo al hombre que le convenga. Lo que a ella le parece una cadena no es sino una precaución. Cuidaré de ella para que no caiga entre las manos de algún aventurero indigno.
Hitler no tenía la menor sospecha del amor que Geli sentía por otro hombre. A este otro hombre, le había ella conocido hacía tiempo en Viena. Lo que había ocurrido entre aquel joven y ella, nadie lo supo con certeza. Si había correspondido a su amor ¿por qué no se había casado con ella?
Geli era muy reservada y no entregaba su corazón al azar. Su mejor amiga era Erna, mi mujer, que la quería entrañablemente, la admiraba como artista por su belleza. Aun siendo ellas muy íntimas, la reservada Geli sólo levantó una vez el velo que ocultaba el misterio de su corazón: se sentía abrumada. Y en aquel mismo momento, deplorando ya su impulso, cortó la confidencia apenas iniciada:
—Ya ves, es así — suspiró — ni ustedes ni yo podemos hacer nada. Hablemos de otra cosa.
Todo lo que mi mujer creyó comprender es que Geli estaba enamorada de un artista en Viena y que aquel amor la atormentaba. Pero ni toda la simpatía que la ofreció, logró sacar una palabra más de Geli.
La tranquilidad de que hacía gala, era sólo una máscara.
Indudablemente, le halagaba que su tío, aquel «inaccesible», estuviera siempre pendiente de ella. No habría sido mujer si la galantería de Hitler y su generosidad no la hubieran impresionado. Pero la vigilancia que él ejercía sobre sus pasos, la prohibición de que Geli tratase a otros hombres o tuviera alguna conversación sin que él lo supiera, todo aquello resultaba intolerable para su carácter independiente.
Fui el único, quizá, en conocerla bien. Pero ¿para qué? Mis esfuerzos por convencer a Hitler de que cambiase de método fracasaron por completo. Su miedo a perderla era tan grande que se empeñaba, contra todo buen criterio, en querer preservarla del peligro. El mismo procedimiento para organizarse una guardia de seguridad, todo esto, además, insensatamente imaginado, para conducirle a su pérdida como condujo a su ruina trágica aquella muchacha a quien amaba. Geli no dudaba que Hitler estuviese enamorado de ella, pero no conocía la profundidad, la inmensidad de aquel amor. Sus ojos se abrieron a causa de un incidente, muy inocente en apariencia.
Un día, mi amigo Maurice, uno de los miembros más antiguos del Partido (había sido chófer de Hitler durante varios años) vino a buscarme en un estado de gran agitación. Logró al fin contarme que había ido a ver a Geli, que habían bromeado y reído juntos, como hacían de costumbre. Pero que de pronto había entrado Hitler.
—Nunca le había yo visto, ni le hubiese imaginado así — me explicó Maurice —. Lívido de rabia, Hitler arremetió contra mí.
Y yo me preguntaba: «¿Era una charla inocente?» Por parte de Geli, seguramente; por parte de Maurice, quizá. ¿O es que él se había desviado por un camino prohibido? ¿Se había atrevido a hacer ciertas insinuaciones a Geli? Hitler, con su agudo sentido de la observación —un sexto sentido, realmente, cuando se trataba de Geli—, debía haberse puesto en guardia por algo. La brusca justificación, aunque aparente, de sus sospechas, provocó en él aquel furor sin límites.
Transcurrió algún tiempo antes de que Hitler recobrase su dominio sobre sí mismo en esa cuestión; antes de que pudiera tolerar de nuevo la presencia de Maurice sin sufrir otra vez las secuelas de su cólera.
El 17 de septiembre de 1931, Hitler me había invitado a acompañarle por el Norte en un viaje bastante largo. Cuando llegué a su casa, Geli estaba allí, ayudándole a hacer su equipaje. Inclinada sobre la barandilla mientras bajábamos la escalera, gritó:
— ¡Hasta la vista, tío Adolfo! ¡Hasta la vista, señor Hoffmann!
Hitler se volvió para mirarla, inmóvil un instante; y luego subió de nuevo la escalera mientras iba yo a esperarle en el portal. Poco después, Hitler se reunió conmigo. ¿Qué sucedió durante aquellos minutos? Nadie lo sabrá nunca.
Subimos en silencio al auto y tomamos la dirección de Nuremberg. Cuando cruzábamos Siegester, dijo él de pronto:
—No sé por qué, tengo una sensación desagradable.
Hice cuanto pude por distraerle. Era la época del «fehn» o viento del Sur, cuyo efecto deprimente ya conocíamos. Pero Hitler permaneció callado mientras rodábamos hacia Nuremberg. Una vez allí, nos detuvimos en el Hotel Deutscher, lugar de reunión del Partido.
Dejamos Núremberg a nuestra espalda y nos dirigíamos hacia Bayreuth cuando Hitler vio en el espejo retrovisor un coche que intentaba alcanzarnos. Por razones de seguridad, nuestra táctica en aquella época era no dejarnos pasar nunca. Hitler iba pues a ordenar a Schreck que acelerase cuando observó que el coche en cuestión era un taxi, que un «botones» del hotel iba sentado junto al chófer y que nos hacía señas de que parásemos.
Frenó entonces Schreck. Jadeante, el «botones» corrió hacia Hitler, y le soltó de un tirón su mensaje: Hess quería hablarle con toda urgencia por teléfono. Estaba en Múnich. Volvimos, pues, al hotel.
Antes de que el auto se detuviese, Hitler se apeó de un salto y se precipitó dentro del hotel; yo le seguí lo más de prisa que pude.
Tirando su sombrero y su fusta sobre una silla, corrió al teléfono. No tuvo tiempo siquiera de cerrar la puerta, y se oyeron claramente retazos de su comunicación:
—Aquí, Hitler... ¿ha ocurrido algo?
Estaba muy emocionado. Y de repente, un...
— ¡Pero, ¡Dios mío, eso es horrible!
Vibraba la desesperación en su voz. Pero su tono se hizo más firme, fue casi un grito:
— ¡Hess, contésteme! ¿Vive ella, sí o no?... Hess, le exijo su palabra de oficial, la verdad: ¿ha muerto, está viva aún? ¡Hess... Hess!
Aullaba. Sin duda no había recibido contestación o quizá Hess cortó la comunicación para evitarse una respuesta. Entonces Hitler se lanzó fuera de la cabina, con el pelo caído sobre la frente y una mirada feroz.
Tenía el aspecto de un loco. Y volviéndose hacia Schreck:
—Algo le ha ocurrido a Geli —gritó—. ¡Tenemos que volver a Múnich a toda velocidad! Tengo que verla viva...
Sólo otra vez he visto a Hitler en aquel estado: cuando le dije adiós en abril de 1945 en el refugio subterráneo de la Cancillería.
El frenesí de Hitler era contagioso. Pisando a fondo el acelerador, Schreck lanzó el coche a una velocidad infernal hasta Múnich. Por el retrovisor veía yo el rostro de Hitler. Tenía los labios apretados y miraba a través del parabrisas, sin ver. No pronunció una palabra, ni nosotros tampoco. Cada uno estaba sumido en sus siniestros pensamientos.
Llegamos solamente a tiempo de enterarnos de la trágica noticia: Geli había muerto hacía veinticuatro horas. Se había disparado un tiro en el corazón con un revólver del 6'35. De haberla socorrido inmediatamente, quizá hubieran podido salvarla. Habían traído el cuerpo del Instituto Médico-Legal, después de practicadas las diligencias obligadas. Cuando llegamos, todo estaba dispuesto para el entierro. Su madre nos recibió deshecha en llanto; a su lado se encontraban Hess, el tesorero del Reieh, Schwarz y la señora Winter, el ama de llaves de Hitler.
Fue la señora Winter quien nos contó lo sucedido después de nuestra marcha. Como ya he dicho, Hitler subió para despedirse otra vez de Geli. Acariciándola cariñosamente la mejilla, le murmuró unas palabras al oído; pero Geli se puso triste y con un gesto colérico:
—Realmente —había dicho a la señora Winter— no tengo nada de común con mi tío.
Hitler había regresado aquel mismo día a Múnich, donde no debía pasar más que unas horas. Envió, sin embargo, a buscar a Geli y a su madre, a Obersalzberg; después, los preparativos de nuestro viaje le impidieron prestar mucha atención a su sobrina.
—Geli estaba deprimida — contó la señora Winter — y era indudable que no la hacía feliz vivir en casa de Hitler.
Estaba yo de acuerdo sobre este último punto. Por lo que sé, Geli estaba secretamente enamorada; la señora Winter afirmaba que era a Hitler a quien ella amaba. Mil pequeños incidentes la habían hecho llegar a esa conclusión.
¿Supo Hitler los motivos de aquel suicidio de Geli o tuvo, tan sólo, como otras veces, un terrible presentimiento? Había dicho: «Tengo una sensación desagradable». Estas palabras podían ser la expresión de una premonición, a menos que su último adiós a Geli no hubiera provocado aquella ansiedad. Preguntas éstas que quedarán siempre, ¡ay!, sin respuesta, lo mismo que se desconocerán las razones del suicidio de aquella adorable muchacha.
Geli no era en absoluto una histérica de esas que se sienten impulsadas instintivamente al suicidio. Su carácter libre, franco y normal sabía enfrentarse con la vida. Nada de lo que cada uno de nosotros sabía de ella podía hacer presentir aquel desastre.
En su cuarto se encontró una carta sin terminar dirigida a un profesor de canto Vienes; una carta tranquila en que le decía simplemente que deseaba ir a Viena para que la diese unas lecciones. Esta carta ¿quedó interrumpida por el descubrimiento de un mensaje de Eva Braun que encontrara ella por casualidad en uno de los bolsillos de su tío? Otra pregunta sin respuesta. ¿Qué más daba? Geli ya no existía, había muerto, había querido morir y nosotros nos perdíamos en vanas conjeturas.
También, según la señora Winter, Geli había anunciado después de nuestra marcha que iría al cine con un amigo y que no necesitaba que la preparasen comida. Por eso a la señora Winter no la había preocupado el no verla regresar aquella noche.
Pero a la mañana siguiente, al no bajar Geli como de costumbre para desayunar, la señora Winter subió y fue a llamar a su puerta. No la contestaron y entonces intentó mirar por el agujero de la cerradura; pero estaba puesta la llave y además echada. Llena de inquietud, llamó a su marido y éste forzó la puerta. ¡Qué espectáculo! ¡Geli tendida en el suelo, en un charco de su propia sangre y el revólver al pie del diván! Entonces la señora Winter avisó a la madre de Geli, así como a Rudolf Hess y a Schwarz. Por orden de su madre el cuerpo de Geli fué transportado a Viena, donde reposan sus restos.
La veneración de Hitler por el recuerdo de Geli se convirtió en una especie de religión. Él mismo cerró con llave la puerta de su habitación; nadie pudo entrar allí, a excepción de la señora Winter y ella fue la que durante los años que siguieron floreció el cuarto de crisantemos, las flores preferidas de Geli. Hitler mandó hacer numerosos retratos de su sobrina, tomándolos de sus fotos, por artistas célebres; y un busto de bronce, admirablemente fundido por Fernando Liebermann. Todas esas efigies de la muerta ocuparon siempre el sitio de honor en sus diversas residencias y en la Cancillería del Reich.
Durante dos días no vi a Hitler. Le conocía lo suficiente para comprender que, en aquellas terribles circunstancias, él prefería la soledad. Mas he aquí que de pronto, a medianoche, sonó el timbre de mi teléfono. Despierto ya, me levanté para contestar. Oí entonces la voz de Hitler, pero una voz extraña, de una lasitud desesperada:
—Hoffmann, ¿está usted despierto? ¿Puede venir un momento?
Un cuarto de hora después, estaba en su casa.
Me abrió él mismo la puerta. Su cara parecía ensombrecida, desolada; me tendió la mano en silencio, y luego:
—Hoffmann —preguntó—, ¿quiere usted hacerme un gran favor? No puedo seguir en esta casa donde Geli ha muerto. Mueller me ha ofrecido su casa de Saint-Quirin, junto al lago Tagernsee. ¿Querría usted venir conmigo? Tengo el propósito de permanecer allí unos días, hasta que ella esté enterrada. Entonces, iré a su tumba. No habrá allí nadie más que usted conmigo. Me haría usted un inmenso favor.
Su voz era apremiante. Como es natural, accedí y al día siguiente salimos hacia ese lugar.
En Saint-Quirin el guarda de la casa nos entregó las llaves, con una mirada compasiva hacia Hitler, que parecía destrozado. Y luego, se marchó. A Schreck, que nos había llevado, le despidió también Hitler.
Pero antes se las compuso para murmurar a mi oído que le había quitado la pistola a Hitler: su desesperación hacía temer una tentativa de suicidio. Así, pues, nos quedamos los dos solos: Hitler en una habitación del piso primero, y yo, en la que se hallaba debajo de la suya.
Solos, completamente solos en la casa. En el momento en que me despedía de él cruzó las manos a su espalda y se puso a pasear de un lado para otro, en su habitación. Le pregunté qué quería comer, pero se contentó con mover la cabeza sin pronunciar una palabra. Le llevé, sin embargo, un vaso de leche y unas galletas.
Bajé de nuevo y me asomé a la ventana de mi cuarto, oyendo sobre mi cabeza el ruido de sus pasos. Pasaban las horas y el ruido de sus pasos continuaba. Cayó la noche y él seguía y seguía paseando. Acabé por adormecerme en un sillón bajo el efecto de aquel ritmo monótono. De pronto, algo me hizo estremecer: no era un ruido sino, por el contrario, un silencio de muerte que sucedía a sus pasos. Me puse en pie de un salto. ¿Habría podido...? Cautelosamente subí al piso de arriba. Los peldaños de madera crujían a pesar de mis precauciones. Llegué ante su puerta, y entonces, gracias a Dios, ¡se reanudaron los pasos! Con el corazón más aliviado, bajé otra vez a mi cuarto.
¡Y durante toda la noche, noche interminable, aquellos pasos! Mientras mi memoria me transportaba a nuestras visitas de otro tiempo a aquella casita romántica. ¡Cómo había cambiado todo! La muerte de Geli había trastornado a mi amigo. ¿Le torturaba un sentimiento de culpabilidad, un remordimiento? Preguntas que se planteaban inútilmente sin que pudiera darles una respuesta.
Por fin, el alba blanqueó los cristales de la ventana: y nunca me sentí tan dichoso de ver despuntar el día. Subí de nuevo y llamé suavemente en la puerta de Hitler. No obtuve respuesta. Impulsado por un temor solapado, entré:
Hitler, olvidando mi presencia, con las manos siempre a la espalda, y la mirada fija en una lejanía invisible, proseguía su eterno paseo. Su rostro estaba crispado de dolor y de fatiga, su pelo enmarañado, unas profundas ojeras ahondaban sus pupilas y su boca se torcía en un rictus de amargura desconsolada. No había tocado el vaso de leche ni las galletas.
Le aconsejé que tomase algo. Pero siguió callado. Tenía que obligarle a ello, pensé, pues iba a desplomarse. Telefoneé a mi casa de Múnich, para preguntar cómo se preparaban los «spaghettis», uno de los platos favoritos de Hitler. Siguiendo con toda exactitud las instrucciones que me dieron, me dediqué al arte culinario. A mi entender el resultado fue bastante aceptable, pero con él no tuve mejor suerte que el día anterior. Escuchaba mis ruegos sin oírlos siquiera.
El día se alargó lenta, indefinidamente; y cayó de nuevo la noche, otra noche más horrible aún que la anterior. Extenuado de cansancio, me adormecí hasta que, de un modo periódico, encima de mí, los pasos más rápidos me horadaban el cráneo. Una agitación atroz se apoderaba de mí.
Pasó por fin la noche y despuntó otro día. Me parecía que me convertía en un «robot» de gestos mecánicos, absorbiendo siempre el ruido de aquellos pasos que no cesaban.
Ya muy avanzada la noche, supimos que habían terminado los funerales de Geli y que nada se oponía ya a la peregrinación que iba a efectuar Hitler en Viena. Partimos hacia allá aquella misma noche. Hitler tomó asiento silenciosamente al lado de Schreck. Agotado, acabé por dormirme, en el coche. Llegamos a Viena en las primeras horas de la mañana, pero durante ese largo trayecto, no salió una sola palabra de los labios de Hitler.
Cruzamos directamente la ciudad en dirección al Cementerio Central. Hitler quiso ir solo a la tumba de Geli, pero Schwarz y Schaub le esperaban allí. Media hora después estaba de vuelta y daba orden de conducirle a Obersalzberg. Esta vez, apenas sentado en el coche, empezó a hablar. Sus ojos seguían mirando a través del parabrisas sin ver, pero parecía pensar en voz alta:
—Y ahora —dijo— vamos a continuar la lucha, una lucha que debe acabar en un triunfo y que así acabará.
Bendije aquellas palabras.
Dos meses después, Hitler hablaba en Hamburgo; luego fue de ciudad en ciudad, de mitin en mitin, apasionada, furiosamente. Sus discursos fascinaban; les añadía un poder de persuasión casi sobrehumano, emanaba de él un embrujo no bien subía al estrado. Me pareció realmente, que buscaba en aquella agitación política un sedante al dolor insoportable que pesaba sobre su corazón, Consiguió dominarse; sin embargo, en el curso de los años siguientes, sorprendí con frecuencia sobre su rostro aquella misma expresión extraña y atormentada de las noches y de los días de horror que habíamos pasado en Saint-Quirin.
Tomado de la obra " Yo fui amigo de Hitler"
edga velazquez
buen articulo doriae historia
OsoTato
21.04.2018 14:34
23.04.2018 17:37
Muchas gracias, como muchos buscando, por donde y a donde huyó Hitler, y uno encuentra estas historias.
Comentarios recientes
25.11 | 00:55
Jorge gracias, esa es la idea de este blog, compartir datos históricos y otros divertidos, siempre con la idea de cultura
16.11 | 05:32
Verdaderamente ilustrativo, gracias por compartir estas enseñanzas.
28.10 | 14:04
Leí hace años de una mujer a la que le habian desaparecido varios empastes y tenia esos dientes sanos.
Además, existen una serie de fotografias, de logos en vehículos, que atestiguan la veracidad.
23.10 | 15:49
Los Griegos ganaton a los Atlantes-Iberos.