Los orígenes de la Guerra Civil española (1936-1939)

por José BORRÁS de Polémica

Marina Ginesta a los 17 años miembro del partido comunista en Barcelona

Marina Ginesta a los 17 años miembro del partido comunista en Barcelona

Es cierto que España consiguió permanecer neutral en las grandes conflagraciones mundiales. No es menos cierto, sin embargo, que, en el espacio de poco más de un siglo –entre 1833 y 1939– los españoles se mataron entre sí en tres guerras civiles que duraron un total de doce años. Eso sin contar el sinfín de pronunciamientos y sublevaciones militares, los motines y algaradas pronto sofocados, y los prolongados conatos de guerra social larvada –con muertos y heridos en abundancia– que se produjeron en el mismo periodo. ¿Será que los españoles somos más belicosos que otros pueblos y más propensos a las luchas fratricidas? Es algo de lo que no estoy muy seguro.

Hay quienes consideran que esa proliferación de luchas intestinas viene dictada por la intolerancia, por el fanatismo y por el temperamento apasionado de los españoles. Otros la atribuyen a la falta de perseverancia de los hijos de Iberia en la lucha por los objetivos que persiguen. Lo que se ha caracterizado por prolongadas pausas y furiosos, aunque cortos arranques en el tiempo. Un periodista tan perspicaz como Felipe Aláiz, definía así esa tendencia: «El pueblo español tiene paradas de burro manchego y arranques de potro cordobés». Y Julián Marías, en su libro Los españoles, corrobora ese pensamiento diciendo que «el español ha sido siempre uno de los hombres más fácilmente dispuesto a jugarse la vida, pero tiene cierta pereza para jugarse algo que sea menos importante que la vida. La vida histórica consiste en jugarse constantemente algunas cosas de menor importancia pero que, al arriesgarlas, permiten el movimiento, la transformación, la LIBERTAD».

A mi juicio, algo hay de cierto en cuanto antecede. Sin embargo, en los orígenes de la guerra civil de 1936-1939, que es lo que aquí me propongo analizar, se dan una serie de hechos concretos desligados de cuestiones temperamentales, que son los que determinaron la explosión de ésta. Exponer esos hechos, tomando como punto de partida la proclamación de la Segunda República, es el objeto de este trabajo.

La República hipotecada

Al finalizar la dictadura de Primo de Rivera, la Monarquía se encuentra totalmente desacreditada. Una oleada en favor de la República surge de las capas populares. Al mismo tiempo, las clases acomodadas, la alta finanza, el Ejército y la Iglesia, buscan afanosamente una salida, mediante un cambio de régimen provisional, que permita amortiguar la caída del régimen caduco. Propician una caída por consenso, sin tramas ni estrépitos, para así poder salvar sus privilegios pues, por el momento, la Monarquía ya no les sirve para ello. Tal es el clima político-social en el que vive España a lo largo del año 1930.

Republicanos y socialistas se agrupan, en aquel verano, en torno al Comité Revolucionario –al tiempo que Gobierno provisional de la República– surgido del Pacto de San Sebastián. El Comité decide que el cambio de régimen debe hacerse por la vía insurreccional y el inicio del movimiento subversivo se establece para el día 12 de diciembre de 1930. Las organizaciones sindicales CNT y UGT no participan en el Comité, pero cooperan con él desde fuera. Lo grave es que a ese Comité se integran los nuevos y falsos republicanos, tales como Alcalá Zamora, Miguel Maura y otros. ¿Con qué fines? La respuesta es simple: para vaciar la República de contenido social y de espíritu transformador. Miguel Maura lo confirma en su libro Así cayó Alfonso XIII, al escribir que «La Monarquía se había suicidado y, por lo tanto, o nos incorporábamos a la revolución naciente, para defender dentro de ella los principios conservadores legítimos, o dejábamos campo libre, en peligrosa exclusiva, a las izquierdas y a las organizaciones obreras». A tal fin, lo primero que había que evitar es que el nuevo régimen llegase por la vía insurreccional. Y lo lograron con una maniobra rastrera.

El movimiento revolucionario, decidido para el 12 de diciembre, lo aplazaron para el 15, sin advertir de ello a Fermín Galán que debía sublevarse al mando de la guarnición de Jaca. Este se rebeló el 12, como estaba previsto, y fue aplastado por el ejército realista. Galán, y su compañero García Hernández, fueron fusilados. Tras ese resultado, pocos fueron los militares y civiles que se movieron el 15.

A partir de ese instante sólo quedaba, para instaurar la República, la vía legalista. Los «republicanos» encargados de sabotear el Régimen que aún estaba gestándose, lograron matar dos pájaros de un tiro: condenar irremisiblemente la vía insurreccional y aprovechar como principal bandera de combate a sus dos mártires –Galán y García Hernández– para triunfar por la vía legalista.

El Gobierno monárquico convocó meses después elecciones municipales. Estas se celebraron el 12 de abril de 1931 y fueron ganadas, por escaso margen de votos y de concejales electos, por la coalición republicano-socialista. Sin embargo, como si la consulta electoral hubiese tenido carácter institucional y plebiscitario, la República era proclamada dos días después. ¿Por qué causas? En primer lugar, porque las clases políticas, tanto liberales como conservadoras de la Monarquía, se conjuraron con los «republicanos» conservadores a fin de facilitar el tránsito institucional por vías pacíficas, para que todo quedase como estaba, temerosos de que, de no ser así, ese cambio se produjese por procedimientos revolucionarios, cosa que había que evitar.

Por eso y para eso, las clases políticas conservadoras de los dos bandos se concertaron y prepararon la colchoneta destinada a amortiguar el golpe de la caída estrepitosa de la Monarquía y dejar paso a una República escasamente republicana. En segundo lugar, porque el general Sanjurjo, Director de la Guardia Civil, se presentó el día 14 ante el Gobierno provisional de la República para ponerse personalmente a su servicio. Largo Caballero le preguntó:

—¿Cuál es la actitud de sus subordinados?

—La Guardia Civil está con el pueblo. —contestó Sanjurjo.

—Pues a cumplir con el deber —concluyó Alcalá Zamora.

Tal actitud daba la puntilla a la Monarquía y dejaba paso libre a la República en nombre de la institución más reaccionaria de España: la Guardia Civil.

Pocas horas después Alfonso XIII redactaba su renuncia temporal –no su abdicación– al Trono y salía de España.

Una República alegre y risueña nacía de inmediato, no tanto por el resultado del voto popular como por la voluntad de políticos tarados, de capitalistas y financieros, del Ejército, de la Guardia Civil y de un general tan monárquico y reaccionario como Sanjurjo.

Esa República nacía totalmente hipotecada por las fuerzas conservadoras, monárquicas y republicanas, que la habían traído. No soy yo quien hace esa afirmación. La hizo Manuel Azaña en un célebre discurso pronunciado en Barcelona en el verano de 1934 y la confirma lo escrito por El Debate, órgano de las derechas católicas, siete días después de proclamado el nuevo régimen: «La Monarquía –decía– no la restaurarán más que los republicanos, del mismo modo que los monárquicos han traído la República».

El precio de la hipoteca

El cardenal Segura a la diestra del general Primo de Rivera

El cardenal Segura a la diestra del general Primo de Rivera

Las tradicionales injusticias sociales que imperaban en España y el empeño puesto por los representantes de las distintas dinastías en perpetuar esa situación, habían acreditado en el pueblo una idea sublime de la República, suponiendo que, con su proclamación, quedarían corregidas todas esas lacras políticas y sociales.

Grande iba a ser la decepción popular pues, la República, habiendo nacido hipotecada, no podía corresponder a la más mínima de las esperanzas que en ella se habían puesto.

El Gobierno renunció a legislar por decreto sobre la cuestión religiosa; a expropiar a los grandes terratenientes y a socializar sus tierras; a nacionalizar la Banca; a disolver la Guardia Civil; a recuperar la Telefónica, etc., tal cual preveía el programa del Comité Revolucionario.

Los republicanos de la hipoteca, que se sumaron a la riada republicana para «reducir la inflación revolucionaria», como ellos dijeron, se opusieron a todas esas medidas vitales y, aun siendo minoritarios en el Gobierno, lograron imponer su criterio.

Todas esas carencias entrañaban las consecuencias que es de suponer. Por un lado, la derecha más reaccionaria se envalentonó y emprendió una lucha sin cuartel contra la República, tan sólo porque su gobierno modificó algunos signos exteriores en los que debía fundarse el poder republicano, lo que lesionaba superficialmente los sentimientos ancestrales del clericalismo español.

Por otro, la verdadera izquierda quedó defraudada y fue distanciándose de la República de más en más. Mientras, el ala izquierda del anarcosindicalismo, se lanzaba por la vía insurreccional contra el régimen.

El cardenal Segura, Primado de España, proclamaba: «La maldición de Dios ha de caer sobre España si se consolida la República».

Ello explica que sus fanáticos secuaces provocasen incidente tras incidente, uno de los cuales condujo a la quema de conventos en mayo de 1931. La quema de conventos tuvo como consecuencia que Miguel Maura, ministro de Gobernación, obtuviera plenos poderes en las cuestiones de orden público, y los plenos poderes de Maura llevaron consigo a una represión despiadada y sin discernimiento contra los militantes de la CNT, que se saldó con la escalofriante suma de 108 muertos, casi todos ellos militantes anarco sindicalistas.

Era la guerra civil larvada, promovida por las provocaciones de la extrema derecha, que se conjugaron con la actitud insensata del ala extrema del anarcosindicalismo, cuyos objetivos se asemejaron, curiosamente, con los del cardenal Segura.

En efecto, García Oliver, en su libro El Eco de los Pasos, define así su estrategia: «Ha de hacerse todo lo posible para impedir la estabilización de la República mediante una acción insurreccional pendular, a cargo de la clase obrera por la izquierda, que será contrarrestada por los embates de las derechas burguesas, hasta producir su desplome». Era esta por entonces una actitud minoritaria en el seno del anarcosindicalismo, y Maura, con su represión indiscriminada, volcó a la mayoría de la CNT hacia el terreno insurreccional.

También Largo Caballero, con su empeño en instaurar los Jurados Mixtos, a sabiendas que la CNT iba a rechazarlos, tuvo parte de responsabilidad en la posterior actitud de la CNT.

Metidos así en el círculo infernal acción-represión, España fue el escenario, en los primeros años republicanos, de tres insurrecciones anarcosindicalistas (una en 1932 y dos en 1933) y de una sublevación militar apadrinada por las derechas, la de 1932 del general Sanjurjo, el padrino de la República hipotecada.

La lucha triangular entre extrema izquierda, derecha y Gobierno, que debía conducir inexorablemente a la guerra civil, quedaba así planteada.

A todas y a cada una de las partes en litigio le corresponde cierto grado de responsabilidad. Pero la palma se la llevan los republicanos de la hipoteca. Con una República republicana que hubiese realizado las transformaciones políticas, sociales y económicas que de ella se esperaban, ni la derecha –dominada– se hubiese mostrado provocativa, ni la extrema izquierda hubiese hallado campo abonado para desarrollar sus insensatas teorías. No fue así y tal fue el precio que hubo que pagar por la hipoteca.

Propaganda electoral de la CEDA

Propaganda electoral de la CEDA

La doble estrategia de la derecha para derribar la República

En noviembre de 1933, se celebran elecciones legislativas en las que triunfan las derechas. La CNT, que había sido tan represaliada por los gobiernos de izquierda, hizo una activa campaña en favor de la abstención, diciendo que si ganaban las derechas la encontrarían en la calle.

Era éste un abstencionismo sui generis, pues, por lo visto no era igual que ganasen las derechas o las izquierdas. El caso es que perdieron las izquierdas y que esa derrota fue atribuida generalmente a la abstención de la CNT. Lo que no es totalmente exacto. Esa abstención contribuyó sin duda a la derrota izquierdista, pero, es lo cierto, que la verdadera causa de tal derrota fue que la izquierda se presentara ante el cuerpo electoral en orden disperso, mientras la derecha lo hizo en bloque compacto.

Que el total de los sufragios obtenidos por los sectores de izquierda fue superior a los obtenidos por la derecha, está ampliamente demostrado. Mas, de cualquier modo, ésta ganó y, a partir de ese instante, adoptó una doble estrategia.

Hasta que ganaron las elecciones, las derechas españolas pugnaban por derribar el régimen republicano por un golpe de fuerza. A partir de ese instante, los «accidentalistas» (los no republicanos, ni monárquicos) acaudillados por Gil Robles y Martínez de Velasco, inauguraron una acción encaminada a adueñarse del Gobierno para desmantelar el Régimen legalmente y desde dentro. Mientras tanto, la fracción dura, intransigente y ultra reaccionaria, encabezada por Goicoechea, Calvo Sotelo, Rodezno, Olazábal, el general Barrera y otros, continuaba preparando el golpe de fuerza por si el proyecto legalista fracasaba.

Estos últimos, en marzo de 1934, se trasladaron a Roma a entrevistarse con Mussolini y el mariscal Halo Balbo y les pidieron ayuda para derribar la República por la fuerza. Estos accedieron y les entregaron abundante material de guerra y un millón y medio de pesetas que fueron distribuidas entre Olazábal, Goicoechea y el conde de Rodezno. Varias gestiones de este género se prosiguieron por otros conductos.

Los «accidentalistas», por su parte, para introducirse en el Gobierno, no dudaron, meses después en desencadenar el movimiento revolucionario de octubre de 1934. Muchos historiadores y analistas han sostenido que, de no haberse producido el movimiento de 1934, tampoco hubiese tenido lugar el de 1936. Cosa que a mi juicio hay que poner en cuarentena, pues los dos movimientos no eran similares ni mucho menos. Por ejemplo, el de 1934 no tenía por objeto derribar la República ni anular el resultado de unas elecciones. El de 1936, sí. Que el movimiento de 1934 fue provocado por las derechas está más que claro. Gil Robles se jactó de ello. Sus razones, tendría para hacerlo. En efecto, las izquierdas y, especialmente los socialistas, escamados por lo que había ocurrido en Alemania, decían que las derechas querían introducirse en el Gobierno de la República para derribarla, lo mismo que Hitler había hecho con la República de Weimar.

No les faltaba razón. Para intentar evitarlo lanzaron la siguiente consigna: «Si la CEDA accede al Poder nos lanzaremos a la calle. Antes Viena que Berlín». Pese a esa advertencia, las derechas no republicanas accedieron al Poder el 4 de octubre de 1934. El día 6 estallaba la revolución, especialmente en Asturias y en Cataluña, con los resultados y consecuencias que conocemos.

Sanjurjo, Franco y Mola

Sanjurjo, Franco y Mola

Si para entrar en el Gobierno, las derechas no habían dudado en provocar un movimiento revolucionario, para no salir de él –pues todavía no habían logrado cubrir su objetivo– intentaron realizar un golpe de Estado legal por encargo del ministro de la Guerra.

Recordemos que, a finales de 1935, el presidente de la República decidió disolver las Cortes, lo que implicaba la salida de Gil Robles del Ministerio de la Guerra. Este se puso furioso y encargó al general Fanjul que hiciese un sondeo entre los generales más influyentes –Franco, Goded, Varela, etc.– para saber si el Ejército estaría dispuesto a imponer su voluntad al presidente de la República. La respuesta que dieron a Gil Robes los generales fue que el Ejército no estaba en condiciones, por el momento, de dar un golpe de Estado. No era por falta de ganas que los militares renunciaban al golpe de fuerza, sino porque su preparación era insuficiente.

Como puede apreciarse, las dos estrategias de la derecha perseguían un mismo fin: instaurar en España un régimen similar al de Mussolini, Salazar o Hitler, y las dos estrategias constituían dos enormes eslabones en la escalada hacia la guerra civil, so pena que los españoles se sometieran mansamente a los proyectos de la derecha.

Carencias y debilidades del Frente Popular

Convocadas elecciones legislativas para el 16 de febrero de 1936, las izquierdas, esta vez, afrontaron a las derechas en las urnas en bloque compacto en torno a una formación denominada Frente Popular.

Un conglomerado en el que los sectores obreros y marxistas eran ampliamente mayoritarios y que, sin embargo, adoptaba un programa pequeño burgués. En él figuraba la siguiente declaración: «La República, tal cual la conciben los partidos republicanos, no es un régimen dirigido por motivos sociales y económicos de clase, sino un régimen democrático, animado por motivos de interés público y de progreso social».

Por otra parte, una propuesta del PSOE encaminada a nacionalizar la tierra y la Banca, a introducir el control obrero en la industria y a indemnizar el paro forzoso, fue rechazada, seguramente, por la mayoría marxista. A decir verdad, ese programa debió haber dejado desarmadas, a las derechas.

Como es sabido, la bandera de combate enarbolada por éstas se limitaba a cerrar el paso a la revolución y al marxismo. Y resultaba que el programa del Frente Popular lo cerraba, realmente, con el asentimiento de los sectores marxistas y «revolucionarios».

El Frente Popular ganó las elecciones por corta diferencia de sufragios, pero por amplia mayoría de diputados electos. Las derechas no aceptaron el veredicto de las urnas y se lanzaron de inmediato por la vía insurreccional. Ya el diario Arriba, órgano de la Falange, había advertido que no había que temer que las izquierdas ganasen pues, aún en tal caso, no se les entregaría el poder. Y Gil Robles había dicho al presidente de la República que ya fuesen las derechas o las izquierdas las que triunfasen en las urnas, no quedaba otra salida que la guerra civil.

Fiel a esa profecía, Gil Robles no perdió el tiempo en la noche del 16 de febrero. Tan pronto tuvo la seguridad de que el Frente Popular había ganado, se dirigió a Portela Valladares, jefe del Gobierno, para indicarle que debía declarar el estado de guerra, con lo que pondría prácticamente el poder en manos de los militares.

Como Portela no aceptase la iniciativa, Gil Robles se dirigió a Franco y a otros generales, para saber si el Ejército estaría en medida de imponerla.

Era un nuevo intento de golpe de Estado legal. Hechas las consultas de rigor, el general Franco concluyó que el Ejército no tenía aún la unidad moral necesaria para acometer esa empresa. Ya trataría de obtenerla. Pero está claro que con tales actitudes se franqueaba otro paso importante hacia la guerra civil.

Fracasada esa intentona subversiva, Manuel Azaña se hizo cargo del poder en representación del Frente Popular. La primera medida que tomó fue decretar la amnistía de los presos políticos, que había sido su principal bandera de combate en la campaña electoral.

Una vez en el Parlamento, el jefe del Gobierno proclamaba: «Es necesario que los españoles dejen de fusilarse los unos a los otros.

Nosotros no hemos venido aquí a presidir una guerra civil, sino más bien con la intención de evitarla». Luego agregaba: «Vamos a lastimar intereses cuya legitimidad histórica no voy a poner en duda, pero que constituyen la parte principal del desequilibrio que padece la sociedad española. Mientras la Ley nos de medios para ello, venimos a romper toda concentración abusiva de riqueza donde quiera que se encuentre».

Es lo que Azaña debió haber hecho sin decirlo. En este aspecto concreto y en lo que se refiere a los conspiradores militares, el Gobierno hizo lo contrario de lo que proclamaba. Por un lado, no rompió la concentración de la riqueza abusiva.

Por otro, en lugar de procesar a los conspiradores por tentativa de rebelión militar, destituyó de los altos cargos militares que ocupaban a generales como Franco, Goded, Mola, etc., pero les asignó otros mandos subalternos desde los que pudieron seguir conspirando tranquilamente.

Fue uno de los más graves errores que debía tener por consecuencia el estallido de una guerra civil, que Azaña decía querer evitar y que se negaba a presidir.

Por si fuera poco, el Gobierno se empeñó en llevar al ánimo de la opinión pública la idea de que los militares eran leales a la República. Era algo en lo que nadie creía –ni siquiera el propio Gobierno– con lo que éste, tratando de engañar a los demás, se engañaba a sí mismo. Esta actitud del Gobierno, moderadísima y contradictoria, iba destinada a no irritar a los militares, a evitar que las justas exigencias de los sectores de izquierda no precipitasen los acontecimientos, y a disuadirles de llevar adelante sus preparativos insurreccionales. Con ello sólo logró irritar a una parte de la izquierda –la CNT y los caballeristas que amenazaron con la revolución.

Las esperanzas del Gobierno, que por lo visto conocía mal a la reacción española, quedaron defraudadas. Los militares conspiradores, la Iglesia y los sectores de la derecha, se envalentonaron ante esa actitud moderada, que tomaron por debilidad, y aceleraron los preparativos de la insurrección que debía conducir a la guerra civil.

Los militares y las derechas preparan abiertamente el golpe de Estado

Desde que el Frente Popular accede al poder, los militares se deciden a preparar abiertamente el golpe de fuerza; a crear la red de relaciones que facilite la indispensable coordinación; a establecer el dispositivo de mando que ha de encargarse de encabezar la insurrección en cada región; y a fijar la fecha en que debe iniciarse, la cual tiene que ser aplazada varias veces. De preparar el clima apropiado que justificase la sublevación, iban a encargarse las escuadras de la Falange y los jóvenes de la CEDA. Los atentados personales contra personalidades políticas, periodistas, jueces, militantes obreros y miembros de las fuerzas de orden público que se oponían a sus proyectos, se multiplicaron por doquier.

Las izquierdas replicaron a esas agresiones y aún promovieron por su cuenta otros disturbios y conflictos, picando en el anzuelo que se les tendía. El número de víctimas fue considerable elevándose, según algunas estimaciones, a 269 muertos y más de 1,000 heridos. La izquierda se limitó a defenderse. Las dos citas siguientes lo prueban. El general Mola, en un memorándum dirigido a los conjurados, decía: «Hemos procurado provocar una situación de violencia entre los sectores políticos opuestos para, apoyándonos en ella, proceder en consecuencia». Y Gerald Brenan, uno de los escritores extranjeros que con mayor lucidez y profundidad han estudiado los problemas de España, escribe en su libro El laberinto español: «Tanto en las derechas como en las izquierdas, las facciones dirigentes estaban cansadas ya de medias tintas y se alineaban bajo banderas revolucionarias.

Las derechas se organizaban secretamente, acumulaban armas, negociaban con gobiernos extranjeros y mantenían el país en un estado de inquietud constante, con sus provocaciones y sus asesinatos. Las izquierdas respondían a esas agresiones, cayendo así en la trampa tendida por las derechas».

Mientras tanto, el Gobierno tomaba algunas medidas, colocando en los mandos militares a hombres de su confianza, lo que suponía que no confiaba en la lealtad de la mayoría de los militares, como de forma tan torpe y constante se esforzaba en acreditar ante la opinión pública. Ese doble juego era peligrosísimo. ¿Lo practicaba el Gobierno porque lo que más temía era una insurrección militar, a sabiendas de que si se producía le sería muy difícil dominarla, aun recurriendo a medios extralegales que todo Gobierno tiene la obligación de eludir? Es lo más probable. Por otra parte, el Gobierno se dedicaba a reprimir los disturbios promovidos por la izquierda y la derecha, mostrándose más severo con la primera que con la segunda. Lo que soliviantaba a la izquierda, induciéndola a tomar la vía revolucionaria.

El hecho de que la CNT, en su congreso de mayo del 36 en Zaragoza, propusiese a la UGT una alianza revolucionaria, no una alianza para defenderse contra la amenaza fascista –lo que suponía otro error de talla– así lo indica.

A tenor de toda esa serie de hechos y actitudes quedaba formado el siguiente y fatídico triángulo: amenaza de insurrección militar fascista-gobierno-revolución. Un círculo vicioso infernal al que difícilmente podía encontrarse otra salida que no fuera la guerra civil. Y la guerra civil se iniciaba a las 5 de la tarde del 17 de julio de 1936, en Melilla, una hora poco indicada para iniciar una sublevación militar, según las costumbres clásicas.

Ello se debía, sin duda, a una circunstancia fortuita, obedeciendo así las órdenes de Mola. Según éstas, la insurrección debía iniciarse entre el 17 y el 20, aprovechando la primera ocasión propicia que se presentara. Por lo tanto, y contrariamente a lo que se dice en los libros y a lo que sostienen algunos historiadores, la muerte de Calvo Sotelo no tuvo ninguna influencia en el estallido de la guerra civil. Recuérdese que Calvo Sotelo moría el 13 de julio cuando, incluso la fecha de la insurrección, estaba ya fijada.

El hecho de que el avión que condujo a Franco de Canarias a Marruecos, para encabezar allí la insurrección, saliese de Londres, vía Las Palmas, el 11 del mismo mes, es una prueba indiscutible.

Las Banderas Fascista de 1936 - 1978  (izq.) y la Republicana 1931 - 1936 (der.)

Las Banderas Fascista de 1936 - 1978 (izq.) y la Republicana 1931 - 1936 (der.)

Conclusión

La serie de acontecimientos y de actitudes que quedan expuestos de forma muy esquemática son, a mi juicio, los que originaron fundamentalmente la guerra civil de 1936-1939, de cuyos efectos aún se resiente España 50 años después. Pero mi análisis quedaría incompleto si no subrayara aquí ciertos comportamientos de los principales actores –tomados globalmente– en los tristes prolegómenos de la incivil guerra. Y ello en la medida en que esos comportamientos me parecen extraños y contradictorios.

En primer lugar, quiero dejar constancia de lo que estimo actitud contradictoria y nefasta del Gobierno republicano.

Este, al negarse a enfrentarse resueltamente con los militares conspiradores, cuando todavía era tiempo de realizarlo con éxito, lo hizo sin duda por remar a desencadenar la guerra civil, así como por miedo al fascismo y a la revolución. Con ello provocó automáticamente la guerra civil, lo que condujo al fascismo y a la revolución. Es decir, al hundimiento de la República que tenía por misión defender. Triste balance.

En segundo lugar, quiero subrayar que la actitud de los militares rebeldes surtió efectos totalmente contrarios a los fines que éstos decían perseguir. Todo el mundo sabe que se sublevaron bajo pretexto de «restablecer el orden y de cerrar el paso a la revolución». En lugar de dar cima a tales objetivos, su acción se saldó por el desencadenamiento de la guerra civil –que es el desorden elevado al cubo– y por la puesta en marcha de la revolución. Una revolución que los gobiernos republicanos habían logrado contener hasta el momento de la rebelión militar.

Si agregamos que los militares se sublevaron primero contra sus jefes jerárquicos –a despecho de su tan cacareada disciplina– para hacerlo luego contra la República –lo que consumaba su traición– no creo que sea exagerado concluir que el balance de su acción no pudo ser más catastrófico.

Finalmente, no quiero dejar en el tintero lo que me parecen contradicciones de los maximalistas revolucionarios. Es cierto que éstos combatieron a los rebeldes de forma heroica y sin disponer de medios apropiados.

Pero no es menos cierto que, en bastantes poblaciones, quedaron paralizados en espera de recibir las armas que requerían del gobierno. ¿Solicitaban esas armas para defender la República? Es más que dudoso.

Las solicitaban para combatir al fascismo y, al mismo tiempo, hacer la revolución. ¿Hay algún Gobierno que entregue armas a quienes sabe que han de utilizarlas para desbordarlo y derribarlo? Confesemos que es esa una actitud poco corriente.

Sus contradicciones no terminan ahí. En el curso del periodo republicano habían promovido varias insurrecciones en vista de instaurar el comunismo libertario o el socialismo. Sin embargo, cuando, especialmente en Cataluña, triunfaron en la lucha contra los militares rebeldes y eran dueños casi exclusivos de la situación, renunciaron espontáneamente a instaurar su sistema. ¿Se quiere mayor incoherencia?

En conclusión. Es cierto que las responsabilidades que se desprenden de las causas que originaron la guerra civil de 1936-1939, alcanzan, aunque en grados diferentes, a todos los actores que tuvieron alguna influencia en los acontecimientos. Pero no es menos cierto que las contradicciones y las incoherencias siguen también líneas paralelas.

Bandera Constitucional Española 1978 -

Bandera Constitucional Española 1978 -

Comentarios recientes

25.11 | 00:55

Jorge gracias, esa es la idea de este blog, compartir datos históricos y otros divertidos, siempre con la idea de cultura

16.11 | 05:32

Verdaderamente ilustrativo, gracias por compartir estas enseñanzas.

28.10 | 14:04

Leí hace años de una mujer a la que le habian desaparecido varios empastes y tenia esos dientes sanos.

Además, existen una serie de fotografias, de logos en vehículos, que atestiguan la veracidad.

23.10 | 15:49

Los Griegos ganaton a los Atlantes-Iberos.

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