A Relax Place
Corría la mañana del 10 de septiembre de 1847 en el pueblo de San Ángel cuando un grupo de soldados estadounidenses irrumpe en una celda del lugar, las órdenes eran sacar a los 23 reclusos – la mayoría irlandeses, atarlos de manos y llevarlos al patio de la prisión. En el exterior, una multitud de milicia gringa se concentraba en torno a un andamio de madera del que colgaban varias sogas. Detrás de estas tropas extranjeras había cientos de mexicanos, muchos llorando mientras levantaban crucifijos y rosarios.
Previamente, una corte marcial había encontrado a esos prisioneros culpables de deserción. Entre ese grupo, los 16 que habían desertado tras la declaración de guerra de Estados Unidos contra México en 1846 fueron condenados a la horca, y los restantes a 50 latigazos en la espalda, un castigo que sería aplicado con el infame gato de nueve colas (un instrumento de tortura que consiste de un látigo de cuero duro de nueve puntas con un nudo en cada uno de los extremos). Posteriormente, con un hierro al rojo vivo los siete serían marcados en las mejillas con la letra “D”.
Al frente de la tarea se encontraba el general David E. Twiggs, un veterano de guerra estadounidense. Argumentando que sería demasiado honor para estos prisioneros ser azotados por sargentos regulares del ejército, Twiggs obligó a un arriero mexicano – hábil en el uso látigo – a ejecutar el castigo.
Twiggs observaba con especial recelo a uno de los prisioneros y, cuenta la leyenda, prometió un premio al arriero si ese hombre perecía bajo los azotes del látigo. El objeto de la furia de Twiggs era John Riley, inmigrante irlandés y soldado del ejército estadounidense que había comandado a un grupo de 200 desertores a la batalla contra los Estados Unidos bajo la bandera del Batallón de San Patricio.
Según algunos historiadores contemporáneos, habían “peleado como demonios” al servicio de México, y pese a las protestas y peticiones de clemencia el general Winfield Scott había decretado que él, junto con sus camaradas, recibiera el castigo del ejército.
Mientras los condenados a la horca observaban, cada uno de los siete prisioneros condenados a los azotes fueron atados a un árbol. El verdugo midió distancia antes de ondear látigo y descargarlo en la espalda de aquellos pobres desgraciados.
Twiggs, montado en su caballo, anunciaba el número después de cada golpe, aunque con Riley se quedó callado en varias ocasiones y agregó 9 azotes más a los 50.
Mientras aquel olor nauseabundo a carne chamuscada impregnaba el patio, Twiggs distinguió que la “D” en la mejilla de Riley estaba al revés por lo que ordenó se repitiera el proceso en la mejilla contraria. Posteriormente, el mismo Twiggs ordenó que se rapara a los presos.
Los estadounidenses dejaron a aquellos siete pobres desgraciados apenas con fuerzas suficientes como para cavar las tumbas de sus compañeros condenados a muerte. Después, mientras de un pífano sonaba “Rogue’s March” (una pequeña canción utilizada para despedir a los soldados deshonrados después del castigo), los guardias escoltaron a estos hombres de regreso a la celda, donde languidecieron encadenados hasta el fin del conflicto.
El viaje que promovió la deserción de tantos irlandeses y la formación de los San Patricios inicio del otro lado del Atlántico varios años antes. En los albores de la década de 1840, una profunda crisis económica y social en Europa terminó llevando una avalancha de inmigrantes a los Estados Unidos. Aunque muchos se movían buscando nuevas oportunidades, había otros que simplemente querían escapar de la inanición e inmundicia.
Desde mucho tiempo antes, los irlandeses venían sufriendo hambre y enfermedades, pero a mediados de la década de 1840 la nación entró en un período conocido como la Gran Hambruna. La producción de papa, que durante muchos años funcionó como alimento primordial en la isla, fue diezmada por un hongo de rápida propagación que devastaba los cultivos.
Los británicos, dueños de las tierras, prestaron muy poca ayuda a sus inquilinos, y siguieron vendiendo la cosecha de granos en el extranjero mientras desalojaban a los inquilinos pobres y consolidaban parcelas de renta para aquellos que podían pagarlas.
En Irlanda, el hambre y sus terribles efectos (cólera, escorbuto, tifus, disentería) terminaron con la vida de un millón de personas y promovieron la migración de dos millones a Norteamérica e Inglaterra.
Sin embargo, durante más de 200 años antes de esta Gran Hambruna los jóvenes irlandeses que enfrentaban condiciones complicadas en sus hogares, se veían obligados a abandonar su tierra para ponerse a disposición de ejércitos extranjeros.
Estos jóvenes exiliados, a los que apodaron “gansos salvajes”, habían luchado para los suecos, italianos, franceses, austriacos, alemanes, rusos e incluso para el odiado Imperio británico.
En la batalla de Waterloo donde fue derrotado Napoleón Bonaparte en 1815, tal vez uno de cada tres soldados bajo el mando de Arthur Wellesley, duque de Wellington, era irlandés.
John Riley abandonó el condado de Galway cuando todavía era un adolescente para alistarse en el ejército británico, donde llegó a convertirse en sargento de artillería. Al terminar el servicio, Riley emigró a los Estados Unidos donde, al igual que miles de compatriotas, ingresó al ejército estadounidense.
Y era la opción más favorable, pues de otra forma tendrían que competir por el trabajo con los negros libres en puestos de barrenderos, estibadores, porteadores o similares. Entre los hombres jóvenes, especialmente aquellos que ya habían servido en algún ejército, esta era la mejor opción, al menos de forma superficial.
La época para Riley no pudo haber sido peor. Un movimiento nativista contra el catolicismo convulsionaba al país, sembrando histeria y miedo. Desde la década de 1820, los protestantes nacidos en los Estados Unidos habían estado advirtiendo sobre una supuesta “conspiración papal” para quedarse con el país. Todos estos oradores y clérigos sembraron en los estadounidenses ideas afines por todo el país, azuzándolos a cometer actos violentos contra católicos, irlandeses y alemanes.
En el año de 1844, una turba nativista enardecida y armada llevó a cabo actos vandálicos en los barrios católicos de Filadelfia, quemaron varios templos religiosos, una estación de bomberos y decenas de hogares irlandeses, resultando en al menos 30 muertos y más de 150 heridos.
Varios de estos nativistas formaban parte del “cuerpo de oficiales del Ejército”, una fraternidad protestante cuyos miembros se habían graduado recientemente de West Point y jamás habían visto acción en combate. Tenían un desprecio especial por aquellos combatientes irlandeses.
Desde su punto de vista, estos “trepadores” no tenían relación alguna con los auténticos combatientes estadounidenses anglosajones que habían peleado codo a codo en las batallas de Concord y Lexington. Su argumento era que “cualquier influencia de los irlandeses católicos inmigrantes en los regimientos nacionales terminaría mancillando el carácter de los estadounidenses”. No trataban igual a los católicos, y esto comprendía tanto a soldados alemanes como irlandeses.
La idea general entre los estadounidenses de aquella época, condensada en una filosofía nacionalista llamada “Manifest Destiny”, era que por derecho divino Estados Unidos podía expandirse hacia el Oeste, un derecho que sólo era limitado por los márgenes del océano. Esta idea expansionista puso directamente en la mira de los gringos a México y sus extensas posesiones.
Por ironías del destino, estas ideas empezaron a germinar en el momento que el ejército estadounidense necesitaba más reclutas. Para 1845, en tiempos de paz, el ejército de los Estados Unidos estaba compuesto por aproximadamente 9,000 soldados, todos dispersos en más de 100 puntos. A pesar de las aguerridas protestas de los nativistas en el Congreso y de la prensa criticando el reclutamiento de los “papistas”, soldados alemanes e irlandeses terminaron engrosando las filas del ejército estadounidense.
Tras avalar la anexión de Texas a la Unión – un acontecimiento que los mexicanos habrían advertido los conduciría a la guerra – el presidente recién electo James Knox Polk puso la mirada en California y en otros territorios de México. El periódico The Philadelphia Nativist atizaba el fuego al pregonar: “La Providencia quiere que el Nuevo Mundo sea para los anglosajones. Si México se opone al decreto divino, peor para ellos”.
Las intimidaciones de Polk terminaron poniendo a México en una situación con solamente dos opciones: pelear o ceder el territorio. El presidente mexicano José Joaquín Herrera intentó la conciliación por vía diplomática, pero el pueblo mexicano se mostró molesto por una postura tan débil.
En una publicación de agosto de 1845 del periódico The New York Herald podía leerse: “La multitud grita en voz alta por la guerra”. Y Polk estaba completamente dispuesto a complacerla. Para marzo de 1846, Polk encendió la mecha al enviar tropas estadounidenses, comandadas por el general Zachary Taylor, a la zona en disputa entre el Río Nueces y el Río Bravo.
A finales de abril, una extensa unidad de caballería mexicana atacó a una patrulla estadounidense matando a 11 soldados y capturando a otra docena. Para el mes de mayo, ya con el apoyo de los refuerzos, Taylor derrotó al ejército mexicano con relativa facilidad en Palo Alto y Resaca de la Palma.
Ya el 11 de mayo, Polk se presentaba ante el Congreso asegurando que Estados Unidos era una víctima inocente de esta situación. “La copa de la paciencia ya había sido agotada incluso antes de la reciente información sobre la frontera (…) Y ahora, tras reiteradas amenazas, México ha traspasado los límites con Estados Unidos, ha invadido nuestro territorio y derramado sangre en suelo americano”.
Apenas 48 horas después del testimonio de Polk, el Congreso declara la guerra a México.
El trato inhumano a los soldados inmigrantes en el ejército de los EE.UU.
Como incentivo para reclutar soldados, el ejército estadounidense prometió trato humano y amplias oportunidades de crecimiento. Todo era un engaño. De hecho, a mediados de la década de 1840 cualquier soldado del ejército de los Estados Unidos pasaba por situaciones hostiles. Incluso las infracciones más triviales ameritaban estrictos castigos.
Emmanuel Domenech, un misionero francés que recorrió Texas y México entre 1846 y 1852, escribió sorprendido un testimonio de soldados siendo colgados de las ramas de los árboles por embriaguez, a otros los ataban y arrojaban repetidas veces al río mientras los más desafortunados eran arrastrados.
Domenech también escribió el relato de un soldado profundamente desesperado por la vida militar y la brutalidad de sus superiores, mismo que terminó suicidándose cortándose la garganta con una navaja de afeitar. La flagelación no era un método de castigo usual, ni siquiera para los borrachos. Los oficiales solían marcar en la frente de los soldados ofensores las letras “HD” (para habitual drunkard, en español “borracho habitual”).
Aunque era común que los oficiales emplearan la parte plana de la hoja de sus espadas para hacer énfasis en las órdenes, nadie garantizaba que no se empleara el filo. “Hoy, durante una discusión, un oficial abrió la cabeza a un soldado con su espada, y el pobre hombre ahora está sufriendo en el hospital del campamento”, escribió un soldado estadounidense.
A los oficiales se les otorgaba libertad para imponer cualquier castigo físico sin ningún tipo de repercusión. Los voluntarios irlandeses precisamente venían escapando del tratamiento abusivo que les daban los anglosajones, quienes poseían y controlaban su país. Al comienzo de la guerra contra México enfrentaron toda clase de brutalidades por parte de los oficiales anglosajones, quienes esperaban invadir un país mayormente católico por obstaculizar los grandiosos planes estadounidenses de expansión.
Conscientes del descontento que existía entre los fieles católicos que integraban las filas del ejército estadounidense, las autoridades mexicanas intentaron aprovecharse de la situación. De forma oculta, empezaron a esparcir panfletos prometiendo un trato justo, así como propiedades, pago y ciudadanía a la tropa estadounidense.
En estos panfletos se hacía énfasis en que México era un país mayormente católico, en que las prácticas religiosas de los desertores no sólo serían toleradas, sino también incentivadas. Poco a poco, un gran número de soldados inmigrantes pertenecientes al ejército de los Estados Unidos vio en México una oportunidad para ser libres y terminar con los constantes abusos de sus superiores.
Durante la guerra entre México y Estados Unidos la deserción fue generalizada. Debido a la avalancha de alistamientos, el número de soldados regulares que lucharían contra los mexicanos se disparó a aproximadamente 40,000 y para el final de la guerra, de ese total, el 13% llegaría a desertar.
Casi una quinta parte de este porcentaje eran inmigrantes irlandeses, seguidos por los alemanes. Mientras muchos de estos desertores simplemente se esfumaron en territorio mexicano, cientos terminaron uniéndose al ejército.
Riley se encontraba entre estos últimos. Aunque se había desempeñado de forma muy hábil como artillero en el ejército británico, vio muy pocas posibilidades de llegar a dirigir una batería de artillería con los estadounidenses.
Un día de abril de 1846 tras “escuchar a su conciencia”, se metió al río Bravo y cruzó la frontera para unirse al ejército mexicano en Matamoros. Para Riley, la invasión a México era “una guerra sin piedad” y jamás llegó a considerarse un traidor pues nunca se vio asimilado como estadounidense. Para cualquier efecto, él era un irlandés.
Debido a la vasta experiencia militar de Riley, en México rápidamente lo hicieron oficial. Y como las cosas sucedieron muy rápido, no pudieron haber tomado una mejor decisión.
Riley les demostró a los mexicanos que era un artillero excepcional y un líder nato. Antonio López de Santa Anna, en ese entonces comandante del ejército, reconoció que sus hombres carecían de conocimiento y entrenamiento para utilizar el cañón por lo que encargó a Riley “organizar una compañía de artillería con los desertores invasores”.
Riley se las arregló para integrar un grupo de desertores, principalmente irlandeses y alemanes, al que convertiría en una compañía de artillería de primera categoría.
La Legión Extranjera fue la única compañía en México que rápidamente se dividió en dos. Por órdenes del presidente, estas unidades comprendían un batallón de 204 hombres, 142 de los cuales eran de origen irlandés y llegarían a conocerse como el Batallón de San Patricio.
Los San Patricios salían al campo de batalla con una furia y habilidad que asombraba y consternaba a los gringos. Tal era su precisión con la artillería que muchos del lado estadounidense los acusaban de atacar de forma deliberada a sus antiguos oficiales más odiados.
A lo largo de 11 meses, entre mayo de 1846 y abril de 1847, desplegaron sus habilidades con las armas de forma excepcional en Cerro Gordo, Buena Vista, Matamoros y Monterrey. Tras cada combate, los San Patricios se quedaban a retirar a sus colegas heridos en lugar de permitir que los capturaran y llevaran a la horca. Riley siempre logró mantener sus filas alimentándolas con nuevos desertores.
Las hazañas de los San Patricios rápidamente llegaron a los Estados Unidos y el “famoso Riley” se convirtió en enemigo número dos de los gringos, el número uno era Santa Ana, en ese entonces comandante y nueve veces presidente de México.
El batallón de San Patricio terminó sus días durante la Batalla de Churubusco el 20 de agosto de 1847, cuando Antonio López de Santa Anna les ordenó proteger un convento fortificado contra fuerzas estadounidenses numéricamente superiores, lo que le permitiría emprender la retirada con el grueso del ejército mexicano. Ya sin nada que perder, Riley y sus artilleros provocaron estragos en las filas estadounidenses.
Aunque el fuego enemigo pronto puso fuera de circulación 2 de las 5 armas que poseía Riley, sus hombres siguieron en pie de lucha incluso cuando sus colegas mexicanos intentaron rendirse. En tres ocasiones los oficiales mexicanos izaron una bandera blanca, sólo para que los hombres de Riley terminaran derribándola.
Al final, ya sin pólvora ni munición y superados en número, los San Patricios terminaron rindiéndose. Las pérdidas fueron mayores: 60% de los hombres fueron asesinados o capturados. 85 hombres que pertenecían al Batallón de San Patricio fueron tomados prisioneros, entre estos Riley.
Riley, junto con otros San Patricios, fueron juzgados por un consejo de guerra en San Ángel, mientras que otros fueron sentenciados en Tacubaya. Al final, 50 hombres fueron sentenciados a morir en la horca y 15 a ser azotados y marcados.
La supervisión de la ejecución de los 30 hombres en Tacubaya quedó a cargo del oficial nativista más ferviente en el ejército de los Estados Unidos: William S. Harney. Era un hombre perverso, por decir lo menos. En St. Louis, este sujeto había azotado hasta la muerte a una esclava negra y escapado de la persecución.
Se sentía sumamente orgulloso de haber ahorcado en forma sumaria a guerreros indios capturados durante la Guerra de los Seminoles en Florida. Scott, que previamente había promovido una corte marcial para Harney por “conducta no militar”, aborrecía al sujeto, pero vio en él la forma perfecta de desalentar la deserción.
Harney planeó una ejecución bastante sádica para los 30 San Patricios condenados. En la alborada del 13 de septiembre, ordenó que estos hombres fueran atados de pies y manos y trasladados en carretas tiradas por mulas a una colina cerca de Mixcoac, sobre la cual había ordenado la construcción de un andamio con múltiples horcas.
Los guardias, les ataron las sogas al cuello y los obligaron a mantenerse de pie y de frente al Castillo de Chapultepec, donde pronto habría de librarse la batalla definitiva. Tuvieron que observar la batalla completa hasta que las fuerzas estadounidenses se alzaron con la victoria. Sólo entonces pudieron morir.
En torno a las 9:30 de la mañana, tras algunas horas de batalla, la bandera estadounidense se elevó sobre los muros del Castillo de Chapultepec. Con la muerte a unos pasos, los condenados también vitorearon, un último grito desafiante por su Irlanda, por México y por los San Patricios.
Comentarios recientes
25.11 | 00:55
Jorge gracias, esa es la idea de este blog, compartir datos históricos y otros divertidos, siempre con la idea de cultura
16.11 | 05:32
Verdaderamente ilustrativo, gracias por compartir estas enseñanzas.
28.10 | 14:04
Leí hace años de una mujer a la que le habian desaparecido varios empastes y tenia esos dientes sanos.
Además, existen una serie de fotografias, de logos en vehículos, que atestiguan la veracidad.
23.10 | 15:49
Los Griegos ganaton a los Atlantes-Iberos.